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El gato gris

En las salas de un museo hay tres grandes tipos de vigilantes, o de “auxiliares de servicios generales”, que es como en la actualidad se denomina a estos funcionarios en “burocrático” (dialecto del castellano caracterizado por la grandilocuencia, la imprecisión y los interminables eufemismos).

  • Última actualización
    18 febrero 2020 13:44

Están los Tipo 1, que exhalan amabilidad y te buscan con la mirada, ansiosos por informarte, por contarte, por explicarte; están los Tipo 2, que exhalan histeria y te buscan con la mirada desesperados por pillarte en un renuncio y poder echarte la bronca; y están los Tipo 3,  que exhalan indiferencia y no te buscan con la mirada porque sencillamente están con los ojos cerrados dormitando en un rincón de la sala.

En una de mis primeras visitas al Museo del Prado, tendría yo no más de 9 años, recuerdo perfectamente cómo se abalanzó sobre mí un fornido e incisivo Tipo 2. Danzaba yo alegre e ignorante entre los cartones para tapices de Goya cuando reparé en el célebre “Riña de gatos” del pintor aragonés. No pude más que acercarme y llamar la atención de mi hermana pequeña sobre la divertida escena, apuntando a los pelos erizados del minino con mi minúsculo dedo índice, eso sí, lo reconozco, a escasos centímetros de la tela. De inmediato, como un rayo, apareció por la espalda un Tipo 2 y, antes de que pudiera reaccionar, me susurró sibilino y letal: “No se señalan los cuadros, por favor”. Aún me dura el trauma.

Se lo digo porque el otro día visité El Prado con mis hijos, tan inocentes como antaño servidor, y anduvieron por allí con la misma soltura en sacar a pasear el dedo índice, mientras su padre chillaba como un histérico: “No se señalan los cuadros, no se señalan, no, por favor”, desesperado por evitarles la vergüenza de que les aleccionara alguno de los Tipo 2 que había detectado nada más entrar, todo hasta que mi mujer, harta, muy harta, me agarró del brazo y me dijo: “Pero vamos a ver, ¿por qué no se va a poder señalar un cuadro?”

"Lo que se ve es un gato gris, erizado y colérico que se alza frente un congénere de pelo negro, débil y humillado"

“Os lo voy a explicar”, les dije mientras tomábamos el ascensor hacia la segunda planta, rumbo hacia la sala con los cartones de Goya, donde planté a toda la familia ante “Riña de gatos” y con singular emoción les detallé mi peripecia.

“Qué señalar ni qué no señalar. A ti te regañó el vigilante porque te faltó un pelo para tocar el cuadro”, espetó mi mujer como colofón. Y yo me quedé pensando hasta llegar a la misma conclusión: “Cariño, tienes razón. Morí de la vergüenza. No me enteré de nada”.

Fue sólo en ese momento que observé el cuadro con detalle y reparé en que no debería llamarse “Riña de gatos”, sino  como mucho “Riña de un gato a otro gato”, porque lo que se ve y representa realmente es un gato gris, erizado y colérico que, absolutamente “on fire” y dominador, se alza frente un congénere de pelo negro, débil y humillado, que no sale corriendo porque Goya le ha inmortalizado.

Era el gato gris el mismito Tipo 2 de antaño y yo era el infante gato negro que aguantó la bronca avergonzado, una metáfora en espejo, un trauma, insisto, no superado.

En estos días raros de surrealista espera donde la gente aguarda tensa sentada en su despacho a que el gato gris aparezca tras la puerta para, dominador, echarles la bronca y explicarles por qué deben salir corriendo y abandonar su cargo, uno piensa en que muy probablemente cuando toque interpretar los susurros letales y sibilinos tampoco nadie entenderá los porqués del desencuentro, error o renuncio que motiva el cese, y no será precisamente porque el gato gris lo relate en “burocrático”, sino porque las razones son otras que no se cuentan o, sencillamente, es que no hay verdaderas razones.