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Poe, robar un banco y las pesadillas portuarias

Edgar Allan Poe, huérfano de padre y madre a los tres años, sólo heredó de sus progenitores un retrato de su madre y un dibujo del puerto de Boston. Por estos lares de enfervorecido entusiasmo logístico-portuario, semejante legado seguro que suscitaría su aquel romántico, lo cual no disipa la consciente dureza de aquellas infancias de comienzos del siglo XIX.

  • Última actualización
    26 enero 2021 17:51

Poe fue acogido por un acaudalado y colérico comerciante que llevó al mito literario estadounidense a criarse entre almacenes y estanterías de todo lo importable, exportable e intercambiable que pudiéramos imaginar en aquella época, de logísticas tan precarias a nuestros ojos como sumamente precisas.

De aquellos ambientes Poe no dudó en grabarse a fuego su parte más sórdida, excelente caldo para su intensa y tensa obra.

Por aquello de las ocurrencias guionísticas hollywoodienses, Edgar Allan Poe es protagonista en la nueva película de Anne Hathaway y Chiwetel Ejiofor, “Looked Down”, donde interpretan a una pareja que, en mitad del confinamiento coronavírico, decide buscar una salida a sus problemas robando un puñado de diamantes en los almacenes Harrods.

Hathaway es una altísima directiva hasta los mismísimos de para quien trabaja y con quien trabaja, mientras su marido es un anodino transportista de la compañía imaginaria “B2B Freight Services”, al que el encargo de un transporte muy especial le pone en bandeja la tentación del robo. Edgar Allan Poe es el nombre que elige Hathaway para grabarlo en el mono de trabajo de su marido y con esta identidad falsa eludir que les pueda cazar la policía.

Sin ánimo de elevar a categoría filosófica lo que es un mero producto de entretenimiento, el eslogan del tráiler deja bien a las claras la moraleja del film: “Cuando el mundo estaba encerrado, ellos encontraron su billete de salida”, que es como decir: “Si estás desesperado por el coronavirus, roba un banco”.

Por eso, viendo al “Edgar Allan Poe” de la película con su look tan courier y sus ademanes tan logísticos, es inevitable reflexionar sobre la desesperación que a todos nos causa esta situación en la que nos tiene acogotados la pandemia y, sobre todo, es inevitable imaginar por un momento qué ocurriría si todos los transportistas asfixiados por esta coyuntura que no termina, si todos los logísticos en general acongojados por esta realidad que no parece tener fin decidieran buscar “su billete de salida”. Se lo imaginan, ¿verdad?: no habría bancos suficientes para robar ni grandes almacenes que asaltar.

Aún así, lo peor no es desesperarse por  la pandemia. Lo peor es cuando algo así no es más que la guinda de grandes males históricos, la chispa de tantas bombas  sectoriales afloradas que invitan a una letal reflexión: “Si no fuimos capaces de encontrar solución cuando había ‘paz’, ¿cómo la lograremos en mitad de esta ‘guerra’?!”

Los ejemplos son infinitos. El de ayer mismo es la cuestión del Convenio Colectivo de Autoridades Portuarias, que estalla en plena pandemia porque, con o sin convenio, la raíz irresoluble del problema sigue estando en una CECIR para la que el sistema portuario es un ente administrativo maniatado más, sometido al oír, ver y callar, sin importar su autosuficiencia ni su esencial especificidad.

El resultado es una tradicional y cíclica falta de respeto al sistema, una irrisión permanente en su cara sin que nadie sea capaz de asegurar el constante y merecido respeto. Pero si no lo logra el presidente de Puertos, debería lograrlo el secretario de Estado; si no, el ministro de Transportes; y si no, el presidente del Gobierno, pero alguien debe parar este choteo cíclico. Los funcionarios de puertos no son unos funcionarios más, porque los puertos no son una Administración más. No sé qué pensaría el verdadero Poe de este tipo de pesadillas.