Mi hijo Rubén es un niño perfectamente regular. Con apenas tres años debe pensar que ya habrá tiempo para la gramática, para los pretéritos pluscuamperfectos del subjuntivo y para aprender si los verbos son o no irregulares. Por eso, antes que callarse, Rubén conjuga regularmente y sin parar: Mamá, dícele al abuelo dónde hemos estado. Papá, pónemelo en su sitio. Lo más divertido es que la lógica alcanza incluso a los sustantivos. ¡Alto o te pistolo!, te avisa al cruzar el pasillo, pues si la regadera sirve para regar y el rastrillo para rastrillar, es evidente, la pistola sirve para pistolar. Jugar con las palabras puede ser así de inocente.El siguiente paso es el eufemismo, ya saben, el uso de palabras más suaves mediante incluso el retorcimiento del propio lenguaje para buscar manifestaciones más decorosas, en sustitución de otras que pueden resultar duras o malsonantes. Es obvio: en determinados ambientes cuesta decir cagar (suena basto) y ya incluso hacer de vientre (parece pedante). Mi abuelo decía hacer mis necesidades fisiológicas y los modernos hablan de plantar un pino, que es huir de la cursilería y hacer eufemismos por la vía del humor.Claro, que el eufemismo empieza a encontrar sus fronteras cuando lo malsonante o lo educado lo parece no por razones de decoro sino por otras que anidan en lo políticamente correcto o, es más, se fundamentan en principios morales o ideológicos. Hay un ejemplo muy sencillo con la palabra España. Quienes huyen de ella no buscan ni la finura ni la excelencia, sino poner de manifiesto que no creen en ella. Por eso decir intencionadamente estado español no es caer en el eufemismo, sino posicionarse políticamente. Incluso lo es también para aquellos que aunque alejados de estas posturas lo que buscan es no ofender a quienes le rodean. Piensen que, al fin y al cabo, aquí sí que realmente no se quiere resultar malsonante, algo que como mínimo es autocensura.Aún más lejos del eufemismo nos situamos cuando al huir de determinadas palabras lo que definimos son realidades totalmente diferentes. Qué fácil sería para muchos periodistas del corazón poder titular: Confirmado, Cayetano y Eugenia son novios. Pero esta es una palabra maldita. Por eso hay que jugar al escondite y decir cosas tan absurdas como de momento es solamente un amigo especial. Ciertamente, cuando se está tan al inicio, amigo especial puede ser eufemismo de estamos enrollados, pero en verdad es una definición de ese estado indefinido (complicado, por tanto) de las relaciones en el que decir novios suena a cadenas y decir rollo suena a libertinaje. La sociedad evoluciona y el lenguaje debe reinventarse.No obstante, a menudo, de tanto huir de determinadas palabras, no sólo rebasamos el eufemismo, el posicionamiento político o la definición de nuevas realidades, sino que directamente caemos en la perversión del lenguaje. Pervertimos las palabras y, por tanto, pervertimos la realidad.Ya sé que suena muy feo hablar de delitos, cárteles, mafias y extorsiones en el sector del transporte por carretera portuario. Suena feo, malsonante, indecoroso y, además, la Justicia es suprema y todos somos inocentes hasta que se diga lo contrario.Pero claro, si en vez de esto nos dedicamos a contar el cuento de Caperucita Roja y a decir que el lobo era un gato; la abuela, un fornido agricultor; y el cazador, un poeta mariposón, sepan que terminaremos concluyendo que el agricultor mató de un puntapié al gato, que la mariposa cazó al agricultor y que la niña... pues eso, que parece ser que tenía la boca muy grande, muy grande, muy grande, y eso sí, llevaba una capa roja.Decir que en el Puerto de Bilbao hay que liberalizar el sector y que se quiere acabar con la contingentación es, simple y llanamente, pervertir el lenguaje y pervertir la realidad. Se hace sin duda porque nos avergonzamos de ella, pero la búsqueda de lo políticamente correcto no puede llevarnos a definir una nueva realidad, idílica y falsa.El mercado del transporte por carretera está liberalizado en España y hace ya muchos años que se acabó con la contingentación. Hay que ser muy valiente o estar muy lejos para llamar a las cosas por su nombre, pero si no somos capaces de decir, repito, palabras como mafia, delincuencia o extorsión, podemos caer en el error de decidir que vamos a dar ayudas para favorecer la incorporación a un mercado liberalizado, cuando en verdad eso no es sino el pago de un rescate y la cesión a un chantaje.Ya sé, esto es lo de la solución negociada o la vía policial, lo de ir de frente y aguantar meses con el puerto bloqueado o bien dar rodeos hasta hacer entrar a la gente en vereda. Ahora bien, mientras a esta gente no se le digan las verdades a la cara, de puertas para adentro y de puertas para afuera, toda negociación les va a resbalar porque el chiringuito es su vida y, encima, los mensajes de los oponentes no sólo son confusos, sino que hasta parecen auténticos halagos.No somos conscientes de la trascendencia de las palabras. Fíjense que incluso antes de nacer lo primero que recibimos es un nombre, que algunos, eso sí, intentan cambiar o modular con diminutivos o pseudónimos. Ahora bien, no conozco a ningún padre o madre que tras elegir un nombre para su hijo luego lo cambie. Y menos nada más nacer.Sólo desde esta sencilla perspectiva resulta grave lo que han hecho los organizadores de la nueva feria logística de Madrid, que sin previo aviso han decidido cambiarle el nombre al certamen y, ya saben, pasar del Logis&T a Logitrans.El rebautismo supone romper con las reglas más básicas del marketing moderno y, lo peor, transmite del certamen una imagen muy poco seria.Logis&T no parecía la mejor opción, aunque sólo fuera porque había hasta cinco maneras distintas de pronunciar el nombre Logist, logisté, logistí, logis-an-té, lollistí... Y menos si ha habido un conflicto de intereses con la aragonesa LogisExpo: ¿Tantas ferias logísticas hay en España como para caer en el error de ponerles el mismo nombre?Lo peor es que el remedio, Logitrans, además de caduco y falto de originalidad también invita a jugar con la pronunciación: Lojitrans, Lollitrans...Palabras, palabras, queremos dominarlas pero, por adularlas, caemos en una trampa para terminar pistolándonos en el pie. Sin piedad.