Menú
Suscripción

La obsesión de vencer y de no ser derrotado

A mi abuelo Antonio, carnicero de profesión, maletilla de vocación y “simpatizante” del Atlético de Madrid, le habría gustado que hubiera sido torero. Jamás lo verbalizó, pero bastaba ver cómo se le deshacían los ojos cuando me veía manejar aquella muleta que me afanó con una caña y un trozo de tela roja.

  • Última actualización
    01 diciembre 2020 17:35

Era la misma mirada que puso la tarde que en la antigua cantera tras la tapia del cementerio de Navas del Rey pesqué aquella inmensa carpa. Sudábamos sin sombra en aquella orilla de aguas profundas donde me llevaba para quitarle el gusanillo a un divertimento del cual no tenía conocimiento alguno, pero que al niño le habían inculcado en sus temporadas en la playa.

Por darme satisfacción hacía lo que fuera y allí estuvimos días y días sin pescar absolutamente nada, hasta que una tarde me dijo que me dejara de tanta pasta de harina y agua y le pusiera al anzuelo queso manchego del bocata. Eso y croquetas de bacalao (idea de mi tía Pili la monja) son las dos mayores aberraciones que he cometido en mi vida con el cebo, cosas de haber sido autodidacta. Ahora bien, mientras que las croquetas jamás tuvieron éxito (la excusa fue que el rebozado estaba demasiado requemado), el queso duró apenas unos minutos bajo el agua. La picada fue inmediata.

Gritaba mi abuelo alborozado, por ser la primera vez que pescábamos juntos, por ser la primera y única vez que pescaría en su vida. Yo, mientras, me afanaba en recoger y soltar sedal, con la caña doblada pues en aquella diminuta charca la única huida era hacia abajo.

Al final, sacamos el pez a tirones, incapaces de echarle mano con el salabre, arrastrado por la orilla, inmenso, inolvidable.

Releía la semana pasada “El viejo y el mar” de Hemingway y recordé a mi viejo abuelo, su orgullo triunfal al llegar a casa, no por el pez, sino por haber dado capricho a su nieto idolatrado, feliz de pescar en aquella profunda Castilla de secano. 

La carpa anduvo toda la noche en un barreño azul de plástico, hasta que a la mañana siguiente la devolvimos pesada y oronda a su charca. No era posible conservarla a base de croquetas y queso.

Jamás en esta existencia ni las victorias son plenas ni las derrotas son completas

Ese no era, en cambio, el destino del gran pez pescado por Santiago, el viejo del mar de Hemingway, cuyas emociones -una tormenta de orgullo, decepción y resignación- son una metáfora incalculable para todos los órdenes de la vida.

Y es que la gran enseñanza de “El viejo y el mar” es que jamás en esta existencia ni las victorias son plenas ni las derrotas son completas.

Es obvio que Santiago no llegó a redondear su hazaña al no poder arribar con el inmenso pescado íntegro a puerto; pero es mucho más evidente que aquella raspa repelada por las dentelladas de los tiburones tampoco llegó a cerrar el círculo del infortunio, ante las miradas “admiradas” de quienes sabían lo que suponía haber vencido al mar en aquella noble batalla. ¿Qué es vencer? ¿Qué es realmente la derrota?

En el fondo, lo único indiscutible es que un pescador salió con su barco y pescó, en definitiva, algo simple y lo único importante. El resto son valoraciones, juicios y etiquetas, estigmas del éxito y del fracaso que nos confunden y, obviamente, nos envenenan y acobardan.

Qué fácil sería en este sector logístico si nos dedicáramos a lo básico, a cumplir la ley y punto, a concentrarnos en algo tan simple como importante.

Sería mucho más productivo, en vez de esforzarnos en vencer y sentirnos vencedores, en derrotar y fabricar derrotados, enredados en artimañas, subterfugios, en perseguir victorias completas y evitar derrotas eternas, algo que sólo alimenta el orgullo, la decepción, el rencor o la vergüenza, cebos envenenados para que sucumba el diálogo.