En estos últimos meses, en un proceso que, claro está, no es ajeno a las sucesivas citas electorales, existe un debate permanente sobre la bondad (o no) del ritmo de crecimiento de la economía española, en el que se elige un período concreto para obtener el resultado que resulta políticamente conveniente a cada cual.
No obstante, para España y para cualquier otro país, el punto de referencia más lógico para establecer una comparación es el inicio de la pandemia asociada a la COVID-19, porque ese momento implica una sucesión de shocks, de respuestas a los mismos y de inicio de cambios estructurales (desde una nueva globalización a una nueva política industrial) que afectan a todas las economías, alteran sustancialmente sus trayectorias previas y las obligan a adaptarse a unas nuevas realidades.
Ese punto de referencia es el que se elige en el gráfico adjunto, en el que se muestra el comportamiento del PIB y del PIB por persona en las doce mayores economías occidentales en el período 2020-2023, con datos de crecimiento ya cerrados para los tres primeros años y con las previsiones del Fondo Monetario Internacional para el último de ellos.
En términos de producción total, España ha sido la última de esas doce economías (salvo Reino Unido, todavía pendiente de hacerlo) en recuperar el nivel alcanzado en 2019. Cuando se incorpora al análisis el crecimiento demográfico (para determinar la evolución del PIB por persona, la variable más significativa), los resultados no se modifican mucho, salvo para Corea del Sur y Japón (al alza, al descender la población en el período) y Canadá (a la baja, por el fuerte crecimiento demográfico del cuatrienio). En términos per cápita, España sigue mostrando el segundo peor comportamiento, solo por delante de Reino Unido.
Esta es la realidad. ¿Explicaciones? Se han apuntado múltiples. La especialización económica, el tipo de respuesta sanitaria y económica a la pandemia, la mayor o menor coordinación y/o centralización entre las administraciones de cada país, las políticas macroeconómicas empleadas, el impacto diferencial de la guerra en Ucrania, incluso argumentos de tipo más sociológico y cultural sobre el comportamiento de los ciudadanos de cada país.
Pero claro, no parece que nada de ello una a las dos grandes economías de peor evolución en estos cuatro años, España y Reino Unido. ¿Qué pueden tener en común estos dos países? Se admiten sugerencias, pero el autor de estas líneas tiene muy claro que hay una manifiesta coincidencia en un aspecto: el devastador deterioro institucional experimentado por ambos países estos últimos años. Y este siempre es un factor adverso para el crecimiento y la prosperidad.