En las últimas semanas se ha disparado la preocupación por la caída del precio de los bonos de deuda pública (es decir, el incremento de su tipo de interés y, con ello, del coste de financiación para los gobiernos) en los países occidentales.
Como revela el gráfico anexo, ha sido éste un comportamiento generalizado. La conciencia sobre la carga que los excesivos niveles de esa deuda pública suponen para estos países, más la normalización (relativa) de los tipos de interés fijados por los Bancos Centrales, más la intensa incertidumbre sobre la inmediata situación económica y geopolítica explican esa trayectoria (que, véase la línea para Suiza, es radicalmente distinta cuando la deuda pública está en niveles moderados y los tipos de interés de nuevo en cero), situación que, a la vez, refuerza el precio de otros activos, liderados por el oro. Donde existen más dudas sobre el comportamiento de la inflación, como en Estados Unidos, Reino Unido o Japón, el encarecimiento de la deuda en los últimos meses ha sido aún mayor. Desde luego, siendo el activo de referencia de todo el entramado financiero internacional, la atención prioritaria se ha centrado en el ascenso de los tipos de interés de la deuda pública estadounidense, y en qué medidas pueden adoptar tanto la Administración Trump como la Reserva Federal para revertir la tendencia. Podremos volver sobre el tema en un futuro.
De momento, pero solo de momento, no debería cundir la alarma. Como el mismo gráfico revela, en realidad el coste actual de la deuda de referencia (bonos a diez años) está por debajo del vigente en el período expansivo de principios de siglo y muy alejado, para los países de la periferia de la Eurozona, de los alcanzados durante la crisis de la deuda europea de hace década y media (por ejemplo, el diferencial entre la deuda española y la alemana es el más bajo desde el completamente irreal del año 2008 y apenas una octava parte del alcanzado en 2012). En realidad, se está viviendo la resaca de una relativa normalización en el coste de la deuda pública de los países occidentales, en particular pero no solo en Europa, tras una larga década en la que el mismo fue básicamente eliminado (cuando no situado por debajo de cero, incluso para títulos emitidos a 30 años, en países como Alemania o Suiza) por la intervención masiva de los Bancos Centrales de esos países, necesaria al principio pero desmedida en volumen y extensión con posterioridad.
Ahora bien, aunque resulta saludable que los gobiernos vuelvan a pagar a los inversores por recibir su financiación, conviene extremar la cautela, porque la situación de las finanzas públicas no es halagüeña: los niveles de deuda actuales son excesivos, y las perspectivas futuras de ingresos y gastos no parecen orientarse hacia el equilibrio. Entre la cautela y la alarma no hay demasiada distancia.