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¿Cautela, alarma o resaca?

  • Última actualización
    04 julio 2025 05:20

En las últimas semanas se ha disparado la preocupación por la caída del precio de los bonos de deuda pública (es decir, el incremento de su tipo de interés y, con ello, del coste de financiación para los gobiernos) en los países occidentales.

Como revela el gráfico anexo, ha sido éste un comportamiento generalizado. La conciencia sobre la carga que los excesivos niveles de esa deuda pública suponen para estos países, más la normalización (relativa) de los tipos de interés fijados por los Bancos Centrales, más la intensa incertidumbre sobre la inmediata situación económica y geopolítica explican esa trayectoria (que, véase la línea para Suiza, es radicalmente distinta cuando la deuda pública está en niveles moderados y los tipos de interés de nuevo en cero), situación que, a la vez, refuerza el precio de otros activos, liderados por el oro. Donde existen más dudas sobre el comportamiento de la inflación, como en Estados Unidos, Reino Unido o Japón, el encarecimiento de la deuda en los últimos meses ha sido aún mayor. Desde luego, siendo el activo de referencia de todo el entramado financiero internacional, la atención prioritaria se ha centrado en el ascenso de los tipos de interés de la deuda pública estadounidense, y en qué medidas pueden adoptar tanto la Administración Trump como la Reserva Federal para revertir la tendencia. Podremos volver sobre el tema en un futuro.

De momento, pero solo de momento, no debería cundir la alarma. Como el mismo gráfico revela, en realidad el coste actual de la deuda de referencia (bonos a diez años) está por debajo del vigente en el período expansivo de principios de siglo y muy alejado, para los países de la periferia de la Eurozona, de los alcanzados durante la crisis de la deuda europea de hace década y media (por ejemplo, el diferencial entre la deuda española y la alemana es el más bajo desde el completamente irreal del año 2008 y apenas una octava parte del alcanzado en 2012). En realidad, se está viviendo la resaca de una relativa normalización en el coste de la deuda pública de los países occidentales, en particular pero no solo en Europa, tras una larga década en la que el mismo fue básicamente eliminado (cuando no situado por debajo de cero, incluso para títulos emitidos a 30 años, en países como Alemania o Suiza) por la intervención masiva de los Bancos Centrales de esos países, necesaria al principio pero desmedida en volumen y extensión con posterioridad.

Ahora bien, aunque resulta saludable que los gobiernos vuelvan a pagar a los inversores por recibir su financiación, conviene extremar la cautela, porque la situación de las finanzas públicas no es halagüeña: los niveles de deuda actuales son excesivos, y las perspectivas futuras de ingresos y gastos no parecen orientarse hacia el equilibrio. Entre la cautela y la alarma no hay demasiada distancia.

¿Qué deben hacer los Bancos Centrales cuando los riesgos son a la baja sobre el crecimiento y al alza sobre la inflación?

Los últimos meses están siendo pródigos en decisiones políticas y enfrentamientos militares que introducen, además de un pernicioso grado de incertidumbre, efectos adversos tanto sobre la inflación, presionando al alza sobre ella, como sobre el crecimiento económico, deprimiéndolo. Mientras el primer elemento requeriría restricción monetaria, el segundo sugeriría la necesidad de una mayor laxitud de los Bancos Centrales. ¿Cómo hacer compatible esos requerimientos opuestos?

Desde el mandato de Alan Greenspan al frente de la Reserva Federal hace ya más de tres décadas, las autoridades monetarias occidentales, particularmente en Estados Unidos, han mantenido una acusada asimetría en sus decisiones: en caso de duda, expansión monetaria. Rápidos y acusados descensos de los tipos de interés (y, desde la Gran Recesión, adquisición masiva de activos, públicos y privados, para anegar la economía con liquidez extraordinaria) ante cualquier amenaza para el crecimiento, frente a lentos y modestos descensos de tipos (y muy pausada restricción cuantitativa) cuando las dificultades podían proceder de un exceso de inflación. Esta asimetría resulta muy popular (¿por qué no echar una mano al crecimiento y al empleo siempre que se pueda, o incluso de manera permanente?), aunque la popularidad no debería ser un principio rector de las autoridades monetarias. Popular hasta que, claro, un análisis tan sesgado (y erróneo) de la situación por parte de las autoridades monetarias conduce a una inflación desatada, como en el reciente episodio de 2022-2024, con el consiguiente enfado de la ciudadanía.

Pero ni siquiera es necesario que la inflación de bienes y servicios se descontrole para que se replantee la idea de que evitar un aumento de dos o tres puntos a corto plazo en el desempleo es mejor que los costes de una política monetaria demasiado laxa. Entre estos se encuentran, sin ánimo de exhaustividad, las severas distorsiones que introducen en los mercados financieros. O el aumento de la desigualdad que esa laxitud excesiva provoca en la distribución de la riqueza. O, muy especialmente, cómo tipos mínimos o nulos y exceso de liquidez facilitan el mantenimiento de empresas y empleos zombies (que carecen de futuro, pero se sostienen gracias al crédito fácil y barato), lo que conduce a una pésima localización de recursos, limitando el desarrollo de nuevos proyectos, y dañando con ello el crecimiento y el empleo futuros en mucha mayor medida de lo que ayudan en el corto plazo.

Así que, en una situación como la actual, lo que procede es continuar con el tenor de la política monetaria que cada economía requería antes de los shocks y esperar una cierta clarificación de la evolución de los mismos. Así, el BCE ha hecho bien en situarse en lo que ya debe definirse como tono monetario expansivo, pero no debería avanzar adicionalmente en esa dirección. También es correcta (pese al enfado creciente de Donald Trump) la decisión de la Reserva Federal de mantener los tipos de interés (nótese que ha frenado ostensiblemente el ritmo de venta de activos, en un guiño expansivo), a la espera de evaluar la intensidad de los efectos adversos de la situación sobre inflación y desempleo. Hasta cierto punto, el Banco de Inglaterra se encuentra en un escenario similar. Apuntado esto, el autor tiene escasas dudas sobre que ambos Bancos Centrales anglosajones reducirán varias veces en la segunda mitad del año sus tipos de referencia, porque la presión a la baja sobre el crecimiento de las turbulencias en el escenario global va a ser mayor que su efecto al alza sobre los precios. En cuanto a Japón, la lentísima normalización monetaria no va a avanzar, a menos que el resultado final de la negociación comercial con Estados Unidos sea inesperadamente favorable. Incluso con la inflación persistentemente por encima de lo deseado, el pobre crecimiento es allí factor prioritario.

Solo el discurso no es suficiente

Son cotidianas las proclamaciones de diferentes miembros del gobierno chino, incluyendo al propio presidente Xi Jinping, sobre la voluntad del país de aumentar su apertura, defender el libre comercio, extender a todos los países los beneficios de la globalización y similares buenos deseos. Pero, la verdad, la práctica está muy alejada de esas declaraciones. Nos lo ha vuelto a recordar su comportamiento con la Unión Europea. Primero, ralentizando la provisión de “metales raros”, estratégicos para la producción industrial en ciertos sectores, una actitud sorprendente, porque lo que se entendía como línea de respuesta contra la escalada arancelaria de Estados Unidos ha pasado a perjudicar también a Europa. Segundo, insistiendo en su exclusión de productores foráneos de las licitaciones públicas en China, por ejemplo en la adquisición de aparatos médicos. La Comisión Europea se ha visto obligada a actuar de manera recíproca, excluyendo durante cinco años a las empresas chinas de cualquier contrato público destinado a la adquisición de equipo médicos por valor de más de cinco millones de euros. No parece inteligente que el Gobierno chino, en lugar de actuar para modificar de verdad un modelo de crecimiento en el que el consumo privado sigue sin cumplir su papel, siga indisponiéndose con un número creciente de socios comerciales.

Un momento peculiar para los tradicionales activos seguros

Son cuatro los habitualmente considerados “activos seguros”, en especial en épocas de incertidumbre. Y pocas veces muestran trayectorias tan dispares como en la actualidad. El dólar se ha debilitado por la caótica política económica del Gobierno Trump y las dudas sobre la trayectoria de la deuda pública del país. El yen no levanta cabeza, por la propia evolución económica nipona, la incertidumbre sobre qué acuerdo comercial podrá alcanzar Japón con Estados Unidos y unos tipos de interés que siguen sin normalizarse. Frente a ello, el franco suizo se ha apreciado de manera sustancial en los pasados trimestres, pese a los crecientes esfuerzos del Banco Central del país por frenar esa tendencia. Finalmente, el oro ha duplicado su precio en dos años, alcanzando máximos históricos, y ha superado al euro como segundo activo de reserva global (tras el dólar). Lo más singular es que esa escalada ha sido impulsada, en buena medida, por un buen número de grandes (y pequeños) Bancos Centrales del mundo emergente, que han estado adquiriendo oro a un ritmo sin precedentes, al extenderse las dudas sobre el dólar, tanto por su debilidad ligada a los desequilibrios fiscales de Estados Unidos, como por su utilización como eje de las sanciones sobre países no afines a los intereses estadounidenses. El mundo del siglo XXI busca refugio en la más vieja de las opciones.

¿Y si la palabra favorita de Trump pasa de ser “tariff” a ser “card”?

Las expectativas de la Administración Trump de compensar con ingresos arancelarios sus recortes fiscales siempre han sido groseramente optimistas. Así, un arancel medio del 10% aplicado sobre la totalidad de los bienes importados excluyendo los energéticos (de hecho, habrá otras excepciones), reportaría al erario público alrededor de 235.000 millones de dólares anuales... si esos aranceles no redujeran las importaciones, supuesto implausible y que además atenta contra los propios deseos de la Administración de sustituir parte de esas compras en el exterior con producción nacional. Compárese esa cifra de ingresos arancelarios que, por lo indicado, será incluso inferior, con los 36 billones de deuda pública del país y se constatará su modestia. Frente a ello, de manera llamativa, solo en los cuatro meses transcurridos desde que se anunció el programa, cerca de 70.000 extranjeros han manifestado su interés en adquirir la “Golden Trump Card”, que concede la residencia en Estados Unidos a cambio de 5 millones de dólares. Un montante potencial de 350.000 millones. Parece que Trump puede terminar ingresando más dinero vendiendo el derecho de residencia en Estados Unidos que obstaculizando las importaciones...