Menú
Suscripción

El abrazo que un día me diste

  • Última actualización
    29 diciembre 2022 07:53

Jugó conmigo en el Alburaca desde los seis años. ¿No te acuerdas? Muy alto, como el padre. Sí, mujer, el tipo de la gorra de cuadros que le chiflaba suavecito con sólo dos dedos en la boca y el chico se giraba al instante a la grada en busca de un gesto de ánimo y jamás un mal grito. Era el de la camiseta impoluta. ¿Sabes? Se la lavaba el padre cada noche después del entrenamiento. Cada noche. Nosotros tirábamos con las mismas manchas de barro toda la semana y en cambio él iba siempre con la camiseta como nueva. ¿Tú te acuerdas donde estaba antes la parroquia? Eso es, junto al comercio de frutos secos. Pues ellos vivían en la torre esa que hacía esquina con los toldos naranjas y las cuerdas de tender en los balcones. Estaba aquella terraza en la que siempre colgaban unos sostenes inmensos verdes y amarillos, pues justo encima vivían ellos y no había una tarde que no estuviera en la cuerda chorreante la camiseta con el nueve. El chico casi mata para conseguirlo.

Yo creo que ni siquiera tenía aún cumplidos los seis que nos empezó a entrenar el que luego fue presidente del club. ¿El “Charretas”? Eso, el “Charretas”. El que siempre nos gritaba que nos subiéramos las medias. Pues les hizo elegir número el primer día de entreno y cada cual se conformó con el que nadie quería menos este, que se embolicó desde el primer momento con uno de pelo rizado que tenía muy mal perder. ¿Cómo se llamaba? Bueno, da igual. El caso es que el resto se fueron repartiendo las camisetas más o menos por las buenas, pero estos dos llegaron al final y lo peor es que quedaba el 9 y luego el 14. Dios, el ca-tor-ce. ¿Te imaginas? Si ya estaban emperrados por el 9 al principio, imagínate al final. Pues llegó el “Charretas”, lo intentó negociar cien veces y al final tuvo que sacar una moneda. El chico pidió cara, el otro cruz. Nadie supo qué salió. Como para saberlo con aquellas monedas que emitían con tantas moñadas y floripondios y como para discutírselo al “Charretas”. Yo creo que antes de abrir las dos manos y enseñar la moneda vio los ojos rojos del chico y cómo apretaba los puños y le pudo el corazón. Si el rizos lo sentía igual, palmó por tragárselo. Recuerdo perfectamente que sin enseñar la moneda agarró el “Charretas” la zamarra con el nueve, se la tiró al chico a la cara por no aguantar verle las lágrimas y nada más se volvió a hablar.

Escurrían las gotas por las mangas todas las tardes en la cuerda y hacían un charco por la misma acera que recorrían las beatas de camino a misa de ocho. “Ya está lloviendo otra vez”, decía la viuda de Humberto. Y las otras echaban de inmediato a correr hasta que caían en la cuenta de que era otra colada mal escurrida.

Esos ojos rojos del día de la camiseta los vi muchas veces. Ojalá yo hubiera tenido esos ojos rojos con seis años y con cuarenta.

Siempre iba callado en el coche cuando nos llevaba su padre a jugar por los pueblos. De vez en cuando se sonreía mientras jugueteaba con la cremallera de la mochila esa verde que nos daban para meter las botas. ¿Te acuerdas un día que nos equivocamos y me traje una que no era la nuestra? Sí, esa vez que te creíste que me había vuelto ordenado porque no había ni cáscaras de plátano ni medias sudadas ni restos de tierra. Pues esa era su mochila, que iba camino de los partidos acariciando como si fuera un gato. Luego saltaba del coche, nos agarraba del cuello y decía siempre lo mismo, siempre: “Chavales, hoy ganamos”. Y ganábamos... o no ganábamos, pero se partía el alma, se dejaba la vida, con seis, con catorce, o con veinte años, con esa mirada cada vez que saltaba al campo.

Terminaba siempre con las rodillas desolladas y con las cachas del muslo en carne viva de tanto batallar para robar la pelota. El padre siempre le esperaba a la salida con los brazos abiertos. Si había marcado, no le dolía nada y le chocaba al padre la mano, sin más. Si no había marcado pero al menos habíamos ganado, se mordía el labio y nos iba dando palmaditas en la espalda. Si habíamos perdido se echaba toda la culpa y, sin parar de soplarse en las heridas, callaba. No hablaba, nada. ¿Para qué?

El padre lo miraba al volante de reojo, con la misma frustración del chico, pero poniéndole palabras a cada jugada, a cada acierto, a cada error, a cada cagada de aquel colegiado calvo y teatrero que siempre pitaba en las tardes más infaustas. El chico se iba reconociendo en el discurso de quien lo conocía mejor que nadie y se iba desinflando y asentía hasta llegar a casa con la suficiente paz interior para levantarse a la mañana siguiente y volver a jugar con la misma pasión.

Que era la que tenía el padre, la misma, cuando le acompañaba cada tarde a cada entreno, cada domingo a cada partido, con su gorra de cuadros, su silbidito cada dos por tres para lanzarle ánimos, las manos en los bolsillos reconcomido por los nervios, fuera una final o fuera un simple ejercicio un martes de lluvia cualquiera en aquel campo de tierra donde era un milagro controlar un balón.

Se colocaba siempre en la misma banqueta. Solo, para poder rumiar sus neuras y con afán de no molestar, aunque no se podía aguantar. Se levantaba, se sentaba, paseíto, sin perder de vista al chico.

Y te cuento todo esto porque, ¿sabes qué es lo más bonito que yo he visto nunca en un campo? Era un partido de esos pestosos. Es cierto que ese año íbamos por primera vez segundos o yo creo que ya primeros. Quedaba poco para terminar el campeonato. Tendríamos, no sé, trece o catorce años. Él ya había desarrollado y medía más de 1,80. Me acuerdo que se tiraba la pelota en largo y retumbaba el suelo con cada zancada. Íbamos perdiendo. Lo recuerdo perfectamente. Ellos iban de azul, seguro, porque su misma camiseta la llevaba en la grada un tipo insoportable con un bombo que se pasó todo el partido desgañitándose con el “A por ellos, oé” como si no hubiera un mañana.

$!El abrazo que un día me diste

Era portero el hijo de la Julia, aquel rubiales al que se le murió el padre un Domingo de Ramos camino del pueblo, en una cuneta en la que estaban cambiando una rueda. Lafuente se apellidaba. Pues Lafuente sacó con la mano y la pinchó el chico en el medio del campo, se dio la vuelta, se quitó a dos sólo con bailar la cadera, se la tiró larga y desde el borde del área le metió un zurriagazo que tocó el portero y retumbó contra el travesaño. Antes de que los otros montaran la contra ya estaba corriendo de vuelta hacia su campo enrabietado. Yo andaba por el centro. Pasó a mi lado con el rostro desencajado. Aquellos campos eran tan pequeños... A la que quise reaccionar ya estaba el balón en el otro área, ya estaba armando la pierna uno muy bajito con el 10 que había estado todo el partido rajando y pegándome rodillazos en la espalda y acordándose de la profesión de mi madre. Trece o catorce años te digo que teníamos y así estábamos ya en el campo. Urbatea. Ahora me vino a la cabeza. Sporting Urbatea era aquel equipo, con aquel 10 exasperante que iba a sentenciarnos a la contra, pero se lo pensó un segundo, sólo un segundo, se la quiso colocar tan perfecta, la quiso pegar tan cómoda, fuerte y plana y que, eso, aún espero a que la pelota deslizara un segundo, lo suficiente para que por detrás tuviera tiempo de llegar el chico, de lanzarse al suelo a la desesperada, de hacer resbalar pierna y cadera entre piedras, arena, hierba y carne abrasada y poner la bota justo por delante para convertir el disparo triunfante del 10 en un vulgar rebote. Y se levantó con la mirada encendida, agujereado el pantalón, saltó por encima del rival y me lanzó la bola al pie. Yo veía venir el balón por el aire y de la impresión de ver que él seguía por detrás corriendo puse la bota fofa y quedó la pelota muerta, feliz coincidencia porque todos pensaron que era una dejada ya que me aparté para que no me arrollara y él pisó la bola en carrera y ya no hubo absolutamente nadie quien lo parara. No sé si en esos instantes pensó en el tiro anterior al larguero, pero esta vez se fue a por todas contra el portero que, abierto de piernas y manos, se dejó vencer a la izquierda mientras el chico dribló a la derecha, algo escorado, para empalarla y tras un nuevo y angustioso rebote en el palo estrellar la bola en las mallas. Gritó el chico gol sin perder un ápice de velocidad en su carrera y con la inercia se fue contra la valla, mientras se topaba con otra boca con la misma pasión en la garganta.

Era el padre, su padre, él único que pudo frenarlo en un choque de éxtasis y emoción culminado por un inmenso, te lo juro, inmenso abrazo. Llegamos todos por detrás, saltamos encima de ellos, rodamos por el suelo entre gritos, palmotazos, pechadas, mordidas y escupitajos, locos, enfervorecidos, y poco a poco nos fuimos deshaciendo hasta que se disolvió la piña y en su corazón padre e hijo seguían eternos, abrazados.

—Árbitro, están perdiendo tiempo -gritó en el silencio emocionado el insoportable del bombo.

—Cállese, coño, que es su padre -me revolví contra la grada.

—Ocho, vaya boquita. Amarilla por desconsideración y por dirigirte a la grada -me dijo el colegiado.

—Soy el seis -le repliqué desafiante, convencido de que si hubiera sido el calvo de siempre me habría terminado por sacar la roja.

Hubiera dado igual. Ganamos. Y de nuevo el padre le esperó en la puerta del vestuario con los brazos abiertos y de nuevo el chico se contuvo y le chocó cómplice la mano y de nuevo nos volvimos los de siempre para el barrio en el coche del padre y, como siempre, fuimos todos callados, todos menos el padre, que en cada semáforo golpeaba el volante entre contenido y exultante y mascullaba: “Joder, qué bien, qué bien”. Y el chico callaba, pero se sonreía.

Juraría que jugó en el Alburaca hasta los 25, seguro, porque yo tenía 25 cuando me fui a Boston. Fuimos muy amigos. ¿De veras que no te acuerdas de él? Si estuvo en cien cumpleaños. ¿Ni siquiera del padre? Recuerdo aquel último partido. Seguro que fue el último. Cómo lloraban los dos, sentados en la banqueta, cuando ni siquiera había aún acabado. Yo creo que sabían que, después de tantísimos años, aquello terminaba. Nos jugábamos el descenso e íbamos perdiendo. La primera amarilla fue por protestar. La segunda por agarrar a un contrario cuando se iba solo. Adivina quién era el árbitro. Diez años y cuatro categorías más tarde nos seguía pitando el mismo calvo.

El chico se marchó a la carrera sin mirar cómo le sacaban la roja ni poder contener la rabia. Su padre le esperaba con los brazos abiertos para llenarlo de consuelo y el sólo acertó a tirarle la camiseta a la cara. Aún así se sentó a su lado y allí se fueron deshaciendo juntos en lágrimas, a una prudente distancia, sin apenas mirarse, hasta que pitó el final el calvo. Y se acabó todo. Bueno, casi todo.

Sabes que he vuelto a jugar al fútbol, ¿verdad? Sí, con cuarenta tacos. Nada hay más reconfortante que el espíritu de equipo a los 40 años. Sí, te lo reconozco, cada semana cae uno distinto en el combate. Desde esguinces a roturas fibrilares, pasando por meniscos, ligamentos y hasta narices, pero es más grande la ilusión de jugar como si fuéramos niños que el hastío de morirte en casa frente al televisor por evitar una lesión.

$!El abrazo que un día me diste

¿Y sabes con quién estoy jugando? Mejor dicho, ¿sabes quién me llamó para jugar con él? Pues sí, este mismo. Nos encontramos un día por la noche, en una cena de trabajo. Él está en una ingeniería. Me dijo que tenía un equipo de fútbol y le salió la misma mirada intensa, enrojecida y apasionada de siempre y me insistió en que les faltaba gente. “Pónmela fofa de nuevo”, me dijo con toda la intención en recuerdo de su célebre golazo. Y desde entonces se las pongo fofas, blandas, muertas, torcidas, desviadas, atravesadas, creo que bien no las pongo ya nunca pero no veas cómo reconfortan esos abrazos después de una victoria.

Es una liga de esas de Fútbol 7, de gente de 35 para arriba, en la que cuando estás en el campo te crees que te sales de rápido y cuando te ves desde fuera constatas que con esta edad no puedes hacer otra cosa más que irte arrastrando. Todos los martes a las nueve de la noche allí nos juntamos, en el barrio de siempre, en un campo de césped artificial que construyeron en los antiguos terrenos de la parroquia y que ahora mismo no es más que un manto de polvo verde y bolas de caucho donde incluso a veces entrenan los prebenjamines del Alburaca.

Como ves todo ha cambiado mucho, muchísimo, todo menos una cosa. ¿A que no sabes quién está también todos los martes allí, semiescondido, en un rincón al borde del campo, entre los restos de un banquillo y un árbol despeluchado? Efectivamente, el padre. No falta un martes, ni siquiera cuando llueve. Yo al principio no lo reconocí. Veía allí a un tipo mayor, bajo una gorra, siempre acodado en el mismo rincón y pensé que sería el cuidador del campo.

Luego, al cabo de muchos partidos, se salió un balón por aquella banda y tuve que andar buscándolo por entre los aperos allí amontonados. Me estuvo ayudando y después de encontrar la bola, se me quedó mirando y al lanzármela me dijo: “Tomasete, estás lento pero aún te queda mucho toque”. Yo me quedé congelado, pero andaban gritándome para seguir el juego y me volví a la carrera hasta que al instante encajé las piezas. Me giré un momento y me bastó distinguir los cuadros en la gorra para convencerme de que era él.

Desde entonces me he estado fijando en que llega siempre al poco de empezar el partido y se esfuma nada más pitar el árbitro el final. No cruza ni una mirada, ni una palabra con el hijo, pero jamás hemos comentado nada. A veces, las obligaciones familiares dan como mucho para llegar a tiempo al partido y para, al acabar, salir pitando y, cuando cae alguna cerveza, no es momento de tocar temas demasiado trascedentes.

Ahora bien, antes de Navidad, a la que terminó uno de los partidos, estaban allí todos revolucionados porque resulta que el chico va a ser padre. Le felicité, cómo no felicitarle, y me salió un comentario del alma:

—Tu padre debe estar emocionado -dije inocentemente.

—Sí, supongo que lo estaría -me respondió con frialdad.

Cualquiera hubiera escurrido el bulto ante aquella respuesta, pero no sé qué me pasó ese día que volví a pensar en aquel hombre que, desde hacía 35 años, se aparecía en el campo para seguir viendo jugar a su hijo sin que este le hiciera el más mínimo caso y no pude más que insistir en la conversación.

—Pero qué rollo te traes tú con tu padre. ¿No es ese que está allí al final de la banda todos los días? Es ese tu padre, ¿no?

—El mismo -me respondió avergonzado.

—¿Y no os decís nada?

—Es complicado, Tomás, es muy complicado, no insistas.

—Ya, pero no te entiendo.

—¿Pero tú crees que es normal que siga viniendo a verme jugar como si tuviera 6 años?

—¿Y tú crees que es normal que tú sigas jugando como si tuvieras 6 años?

—Me gusta jugar, ¿qué hay de malo?

—Y a él verte jugar, ¿qué hay de malo?

—Ya no soy un niño.

—Él ya es casi abuelo.

—Lo que quieras Tomás, pero no sabes nada, Tomás, nada. Y no es momento ahora de hablarlo. Hay más cosas, muchas cosas han pasado que tú no sabes.

—¿Qué cosas?

—Pues roces, malentendidos, cabezonerías... Últimamente no nos hablamos.

—¿Y tan importante es todo eso como para que ahora que vas a ser padre no intentes arreglarlo?

—No hay nada que arreglar, Tomás, simplemente que todo se ha fastidiado, no aguanto sus manías y cada vez que nos vemos termina todo saltando por los aires. Mi madre a veces me llama y charlamos, pero con él no me hablo...

—¿Pero cuándo has hablado tú con él? Más bien hablaba él contigo. Tú nunca decías nada.

—Pues eso, lo decía él todo.

—Cierto, pero a veces no es fácil compartir cosas con un padre y tú, tío, tú no sólo has compartido muchas cosas sino que sigues compartiéndolas.

—¿Tú crees?

—Pero, ¿no lo ves? Yo le tengo cariño a tu padre, ¿sabes? Nos conoce a todos desde los 6 años. Nos ha visto crecer. Nos traía merienda a todos, nos cuidaba. Nos llevaba siempre en el coche. Me quedé mal el otro día porque me llamó por mi nombre y no lo reconocí.

—¿Qué te dijo?

—Pues más o menos que aún sigo sabiendo ponértela.

—Parece que el viejo tampoco se ha olvidado de aquello. Vaya golazo, ¿eh?

—No creo que sea por cómo fue el gol.

—Entonces, ¿por qué es?

—Habla con él. Se lo merece y seguro que te lo explica.

Así se lo dije y creo que le llegó muy adentro porque no te vas a creer lo que pasó el día antes de Nochebuena. ¿Tu sabías que cada 23 de diciembre en el Alburaca siguen haciendo todos los años el Torneo de Navidad? Acuérdate que llamaban siempre a otros equipos del barrio y al ganador le daban una copa grandísima y había medallas para todos los que jugaban y luego rifaban siempre aquella cesta de cuatro pisos llena de jamones, chorizos y turrones, que nos tocó un año y estuvimos comiendo peladillas hasta el día de antes de irnos de vacaciones de verano al apartamento de la tía Paca en la playa. Pues siguen con el mismo torneo y resulta que al final hacen ahora todos los años un partido de veteranos y me llamaron.

Fue muy emotivo porque le hicieron un homenaje al “Charretas”. 96 años tiene. 96. Iba el hombre dando tumbos en una silla de ruedas. “Tomasete, ¿no saludas?”, me dijo a la que pasé sin darme cuenta a su lado. Fue escuchar su voz e instintivamente me agaché a subirme las medias. “Así me gusta”, me dijo con su voz ronca de fumador.

Estaba el campo a reventar. Tienen gradas nuevas y un bar en el que ponen unas tortillas de patatas como paellas. Atronaban en la megafonía los villancicos. Correteaban decenas de niños por todas las esquinas armados con la camiseta del Alburaca, con su recién medalla conquistada y en una mano una bolsa de patatas y en la otra una lata de cola.

Qué ambientazo. Yo creo que aquello estaba preparado a conciencia. Nuestro partido era el partido estrella. Salimos al campo al ritmo de “los peces en el río”, todos con unas ridículas camisetas en las que se leía “Julio, no te olvidamos”. La gente gritaba en la grada “Pero quién se ha muerto”, sin caer en la cuenta de que Julio es el “Charretas” y lo de “no te olvidamos” un ocurrente exceso poético.

Nos quitamos todos la dichosa camiseta y, cuando vi en el rival el escudo del Urbatea, casi me da un pasmo, porque además allí estaba el 10, juraría que era el 10, los mismos granos en la cara y el mismo pelo negro aceitoso y con la misma marrullería de antaño.

Cómo no, no dudaron en llamar de árbitro al calvo. Vaya barrigoncia que luce. No corría entonces, pues imagínate ahora. El caso es que el partido se fue calentando. Todo lo pitaba al revés. Nos empezó a salir el orgullo y la garra. Un penalti regalado por aquí, una doble amarilla inventada por allá, una tangana en un córner sin venir mucho a cuento y allí estábamos los veteranos del Alburaca y el Urbatea empatados a uno en el descuento y matándonos por un copón de dos metros y, sobre todo, el orgullo de la barriada.

$!El abrazo que un día me diste

Y pasó otra vez. Sacaron en corto los del Urbatea y quien tú sabes se tiró a la presión a tumba abierta. Llegó antes que el defensa, se llevó el balón a trompicones, se medio caía mientras por detrás le empujaban con ambas manos y aún así les birló la bola y trastabillado metió un pepinazo por la escuadra mientras, de nuevo, se fue con el impulso contra la grada donde, el destino no falla, le esperaba su padre con los brazos abiertos.

Mientras el campo estallaba y los chavales lanzaban por los aires las bolsas de patatas, uno y otro no tuvieron tiempo de pensar ni en reproches ni en ausencias, ni en silencios ni en malentendidos, sólo hubo una décima de segundo para gritarse a la cara ese gol que tanto tiempo llevaban reprimido en la garganta y deshacerse en otro interminable abrazo.

Corrían el resto de veteranos del equipo malamente hacia ellos, fundidos de tanto correr durante 90 minutos, tan arrastrados que tuve tiempo de pedirles que frenaran para dejarlos tranquilos. Entre el bullicio, pude escucharlos perfectamente.

—Hijo mío, hijo mío.

—Ya está papá, no pasa nada.

—Gracias, hijo, gracias. Solo era esto, solo quería esto, solo buscaba el abrazo que un día me diste.

—Ya lo tienes papá, ya lo tienes.

—Dime que vais a venir mañana a cenar con mamá y conmigo. Dime que vamos a poder pasar juntos la Nochebuena.

—Claro que sí, papá, claro que sí. Además te tengo que dar una noticia muy grande.

—¿Qué me dices?

—Muy grande, papá, ya lo verás.

Y volvieron a abrazarse, pero tuvo que aparecer el calvo a reventar con su silbato la magia.

—¡Nueve! Eh, ¡nueve! -les gritó impertinente-. Dejamos de una vez las charlitas, o qué. Pienso seguir descontando todo el tiempo que estás perdiendo.

—Calla, coño. ¿No ves que es su padre? -repliqué con todas mis ganas.

FIN