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El marde tus ojos verdes

  • Última actualización
    22 diciembre 2020 18:19

Fran

Hay una cosa que aún no te he dicho: estoy enamorado de ti. El porqué es absurdo, como todo en estos días, pero te veo avanzar por el pasillo y la nave se ilumina y cobra sentido este ritmo frenético, esta maraña histérica de palés que van y vienen cabalgados por jinetes enmascarados que imaginan semáforos. Todo debiera fluir ininterrumpido, todo debiera ir y venir de manera irrefrenable, pero siempre hay un cruce, siempre hay un instante en que las transpaletas se topan y ahí te busco cada noche y ahí te encuentro y nunca me dejas ser galante porque tu mirada se arquea limpia, entusiasta y apremiante y yo sonrío bobo y paso primero mientras, torpe, guiño un ojo y tú sigues sin girarte, pulgar en alto, y yo regreso raudo para ver tu espalda alejarse.

Antes nunca habíamos coincidido. Ahora no hay espacios para coincidir. Sé tú nombre porque nunca te quitas tu placa. Yo la mía la perdí y a nadie le importó reponerla. Sé que tu botella de agua es amarilla. Yo la mía siempre la olvido o la cambio o la tiro. Sé que te gusta pintarte las uñas de fucsia, pues brillan en tu índice cuando alzas el brazo triunfante. Yo me las muerdo sin querer porque si quisiera me haría sangre. Sé cómo es tu voz porque siempre flota vital en los pasillos. Yo sólo te veo y callo para intentar seguir tu ritmo.

En aquellas primeras noches sólo silbaban las transpaletas y sólo se oía tu voz. Yo sólo tenía esa voz. ¿Recuerdas la tensión? ¿Recuerdas aquella tensión? No era la de siempre, no era la de los simples camiones esperando, la de las horas apremiantes para la salida de las rutas, la del reloj que avanza y la cola no desciende. No, era la tensión de tu familia en casa angustiada por un trabajo tan esencial como inocente; era la tensión del aire que respiras, de todo lo que tocas; era la tensión de un mundo afuera que se desmorona y tú bregando para insuflarle aire con paquetes absurdos pero necesarios en la soledad de aquellos hogares confinados.

Eran las noches de turnos burbuja y escalados para evitar los contactos, las noches de multiplicarse, de oír, ver y trabajar, las noches en las que a ti te tocaba entrar dos horas más tarde y aparecías siempre por detrás de la misma estantería, tu espalda erguida, imponente, tus caderas firmes, tu anorak rojo, tu botella amarilla, tu pelo castaño que desmadejaba la velocidad y que regresaba a tu rostro en cada frenazo, cuando levantabas la cabeza y oteabas en rededor y me veías a mí, sí, y a otros tantos, agotados, y gritabas con el dedo en alto:

-Vamos chavales. Resistid que esta noche de nuevo venceremos. ¡Venceremos!

Sentíamos en ese momento cómo todo se electrizaba, cómo los puños se apretaban, cómo los silbidos se desbordaban y las lonas subían y bajaban y los palés entraban y salían de los tráileres ante la mirada perdida de los conductores, vacilantes entre el afán de partir por el apremio y el deseo de no regresar a esa noche tan oscura.

Hubo todo un mes que no te vi, un mes que no te encontraba. No había a quién ni por quién preguntar. El día que volviste a aparecer tras la estantería ya lo habrás olvidado. El reloj de pared había dicho basta. Había quedado parado a las 03:23, pero a nadie le importó, porque nadie lo mira. La mayoría tiene como referencia la hora en sus pantallas. Sólo tú y yo andábamos esa noche perdidos. En un momento dado, ofuscada, cambiaste el rumbo y casi empotras la transpaleta contra la pared. Te subiste a lo alto de la máquina y gritaste: “¿Quién me ayuda?”. Sólo acudí yo. “Sujétame”, rogaste, y aupada sobre mis hombros, con mis manos aferradas a tus piernas, descolgaste el reloj y lo volviste a hacer funcionar. “Ya está”, fueron tus últimas palabras y tu cuerpo rozó el mío mientras descendías entre mis brazos y quedamos los dos en lo alto en un equilibrio eterno.

Gracias, dijo la sonrisa de tu mirada; gracias, dijeron tus cejas divertidas; gracias, dijeron impacientes tus pestañas, y yo me quedé absorto, con las pupilas dilatadas; mudo, con las cejas arqueadas; paralizado, con las pestañas desnudas y así sigo, noche tras noche, incapaz de decirte nada, ahogado por el miedo a naufragar en el mar de tus ojos verdes.

Almudena

Hay una cosa que nunca te dije: me enamoré de ti. Y no fue por la música. Te lo juro. De haber sido por eso, habría salido al patio, sin ni siquiera quitarme el pijama, habría subido las escaleras, le habría dado una patada a la puerta del 5ºB, habría cruzado el salón hasta la terraza y habría besado los labios y aferrado bajo su camisa la espalda de aquel guitarrista sin importarme tu mirada y la del resto del vecindario. Cantaba bien, pero es que yo me enamoré de ti.

No fue tampoco la sugestión de los aplausos. Te lo juro. Era la avenida demasiado amplia, no había forma de encontrar el eco y las palmas no sonaban emotivas, sino pertinaces, como cuando la lluvia caía mansa sobre la uralita de mi casa del pueblo.

Allí seguían mis padres, mis hermanas, mis amigos, escuchando a otros guitarristas, mecidos por otros aplausos, mientras yo vivía en esta ciudad de mil compañías y cien mil soledades, en el frenesí afortunado de dormir y poder salir a trabajar, hasta el positivo que me dejó un mes cosida a una ventana.

Las plantas se me morían, los pañuelos de papel flotaban como palomas de alas embarradas y la comida era siempre la misma, pavo en lonchas y manzanas en una cesta que el repartidor dejaba en el ascensor y que subía sola, tan sola, como tantos se sentían, como yo me sentía en el patio cada vez que se descorría la puerta del elevador y, mientras me agachaba a recogerla, veía en los espejos la fiebre en mi frente y el tedio de la tos.

También me habría enamorado de aquel repartidor, pero nunca lo vi. Sólo te veía a ti, sólo me asomaba a la ventana por ti, entre las palmas y el concierto del chaval del 5º, harta de televisión, harta de los mismos ruidos, harta de las llamadas de teléfono y de no tener nada nuevo que decir, harta de quejarme, harta de compadecerme, harta del miedo por no saber quién me tendría que avisar de que era el momento o bien de salir pitando al hospital o bien de volver a la normalidad, harta como si sólo yo estuviera harta, centro de mi solitario mundo, acompañada sólo por ti.

No estabas siempre ahí, no todos los días, pero me bastó los que estabas para enamorarme de ti, tan lejos, tan difuminado porque ni ganas tenía de ponerme las lentillas, tan inmenso al otro lado de la avenida, casi al borde de caer por la barandilla, derrochando entusiasmo desde aquel ático casi selvático de hiedras y bambúes, donde te asomabas con un imponente perro blanco que ladraba, y brillaba tu barba y brillaba tu sonrisa, porque yo vivía aferrada a esa sonrisa que sólo aparecía cuando llegaba la hora y descorría la ventana, cuando me quitaba con una coleta el pelo de la cara y a la vez alzábamos el brazo y a la vez agitábamos la mano y a la vez gritábamos:

-¡Ánimo!

Tú no veías que a continuación yo tosía. En verdad yo no sé lo que tu veías, porque desde tan lejos no sé ni siquiera qué es lo que yo veía, pues tal vez te imaginaba, así de alto, tal vez te inventaba, así de seguro, tal vez te recreaba, así de entusiasta, así de cómplice, así, conmigo, a mi lado, unos minutos a lo largo del día.

Sólo lloré una vez durante todo ese mes. No fue mientras hablaba con mi madre. No fue mientras el chaval del 5º cantaba “Yesterday”. No fue el día que alguien me robó la comida del ascensor. Fue el día en que sentí que tu brazo buscaba mi brazo, que tus ojos miraban mis ojos, que cada saludo era mutuamente correspondido, que tu fuerza viajaba por el asfalto y las aceras de una calle que no podíamos pisar. De tu ático a mi ventana. De mi ventana a tu ático.

Solías llevar un jersey de rayas azules. Tenías barba. Hace semanas que ya nadie aplaude, que la gente, tímida, pasea de nuevo. Yo volví al trabajo. Ya no me asomo a la ventana. De vez en cuando, allá donde esté, alzo la vista por si te encuentro, pero hay demasiados chicos con barba, hay tantos jerséis azules...

Javier

Hay una cosa que te hubiera querido decir: me estaba enamorando de ti. Lo supe la tercera y última vez, cuando entré de nuevo en aquel hall y seguía encendida la misma vela; cuando mis ojos intentaron sonreír y mi mano sin guante se escurrió de nuevo en el plato de los caramelos; cuando tus gotas de sudor siguieron resbalando por tu frente y mi maleta volvió a atrancarse para rodar con estrépito mientras te escuchaba reír y me inventaba tu sonrisa.

Lo bonito de aquel momento fue que ya no necesitabas preguntarme ni quién era ni de dónde venía; no necesitabas ni mi pasaporte ni mi tarjeta de crédito; no te importaba ni mi documentación sanitaria ni lo que llevaba en la maleta; y, sobre todo, yo ya no tenía miedo, ni me sentía perdido, ni tenía que pedir explicaciones de por qué estaba el aire acondicionado prohibido.

“Te estaba esperando”, dijiste sin retirar la vista de la gorra que llevaba bajo el brazo; “te estaba…”, susurraste dulce, así, en singular, y yo me sentí abrigado, una vez más, después de diez horas de vuelo tiritando; acunado, después de dos días en Shanghái infernales entre el sube y baja ruin de los palés, la burda subasta de los piratas y el jamás saber cuándo podríamos partir; anestesiado, después de sentir que yo cargaba con el avión, no que el avión me transportaba, sepultado por la responsabilidad de toneladas de material que protegía pero que no curaba.

Fuiste un oasis en medio de aquella tormenta de arena. Ya habíamos hecho una escala con anterioridad y habíamos dormido tirados en el aeropuerto porque la orden era cerrar sin contemplaciones todos los hoteles. Íbamos mentalizados para sufrir lo mismo de nuevo, pero nos dijeron que el “Hope Wellington” había reabierto y allí estabas tú, sin miedo, con tu chapa de directora entre una pantalla de ordenador, una vela y un plato de caramelos, un ángel de la guarda con una cama, una almohada y un café con tostadas para volver a amanecer y retomar otra ruta bajo aquel imprevisto fuego.

Dos veces más crucé el hall hasta tu muralla, dos veces más en la noche, solitario hasta encontrar tu luz, sin poder olvidar que los días que me tocaba estar en Madrid, mientras salía al balcón de mi casa, yo sólo pensaba en las ganas que tuve en aquellas escalas de abrazarte, de que las manos recorrieran nuestras espaldas como los rastrillos peinan la hierba en primavera, ansioso por arrancarnos las máscaras y descubrir si eras tal y como te imaginaba.

La última vez no quise decirte que aquella era la última vez. Tengo la esperanza de que un día vuelva a tropezarme con la maleta y, de pronto, choque de nuevo con tus manos para levantarla. Fuiste lo mejor de aquellos vuelos. Tenías la piel tan cálida…

Ingrid

Hay una cosa que nunca te diré: ojalá me hubiera enamorado de ti. Nadie como tú me comprendió tanto. Nadie como tú me escuchó tanto. Nadie como tú me dijo tanto. Nadie hubo como tú en ese momento y eso que solamente fuiste una voz con nombre, inalcanzable, por eso no me enamoré de ti, aunque te echo de menos, aunque cada vez que suena el teléfono pienso que eres tú y me tomo un caramelo para aclarar la garganta, hasta que caigo en la cuenta de que mamá ya murió y de que tú habías dicho ya todo lo que podías decir.

Cuántas llamadas tuviste que hacer a lo largo de aquellos días, a cuántas familias, con cuántas malas noticias... “¿Cuántas?”, te llegué a preguntar avergonzada por el tiempo que te robaba, pero tú no me querías responder, tú sólo me regalabas una pausa, que unos días era para reír, otros para llorar y otros para contarte cuando de pequeña mamá me traía una rosquilla con un vaso de leche a la cama, cuando posaba la palma de su mano en mi frente y luego la rozaba con sus labios, cuando sacaba su pañuelo rojo para limpiarme la nariz o para secarme las lágrimas, cuando me quitaba el cuento de Pinocho y me apagaba la luz y dejaba sólo la lamparita del enchufe, cuando se sentaba en el borde del colchón y una por una iba colocando en el embozo aquellas pétreas mantas, cuando me abrazaba y yo dejaba que se marchara porque sabía que al rato volvería a comprobar cómo seguía mi fiebre.

Por eso yo hubiera querido llevarle a ella un vaso de leche con una rosquilla cada noche a su cama, hubiera querido posar mi mano en su frente y rozar su rostro con mis labios para que sintiera que no pasaba nada, hubiera querido secar sus lágrimas, apagarle la luz, permanecer a su lado sentada en el hospital y no perder oportunidad para abrazarla y no dejar que se marchara.

Era lo que yo quería, era lo que no tuve, era lo que no tuvo, aunque me juraste que no le faltó un vaso de agua, aunque me juraste que no te importó sujetar su mano en muchas de aquellas oscuras noches, aunque me juraste que tras cada llamada le susurrabas mis besos, mis ánimos, mi consuelo, incluso cuando hubo que sedarla, incluso cuando ya se había ido dormida y tuviste el valor de llamarme y avisarme, valiente, prudente, contenido pero deshecho, con tanto respeto que estoy convencida de que ella estuvo hasta el final en las mejores manos, las tuyas, consuelo para no sentirme culpable, para no sentir que dejé sola a mamá, atrapada en aquella cama, sin hacer nada más que resignarme en la distancia y refugiarme en el trabajo y en el hotel para no pensar, aterrada ante cada llamada, hasta que llegó aquella para la que una nunca está preparada.

Hay un millón de formas de decir lo siento y compartir el dolor. Yo esa última tarde, mientras el hall se tornaba oscuro y los caramelos se derretían, sentí tu “lo siento”, sentí que lo sentías cada vez que me decías “no estés triste”, sentí que me encendías la lamparita del enchufe, “no estés triste”, sentí que me arrullabas con las mantas, “no estés triste”, sentí que te sentabas al borde de la cama, pero sentí que al final colgabas el teléfono, que te marchabas, sin tiempo para haberme enamorado de ti y así haber logrado que volvieras para, al menos, secar con un pañuelo rojo mis lágrimas.

Luis

Hay una cosa que aún no te he dicho: antes o después me enamoraré de ti. Yo seguiré escapándome de las guardias tres minutos antes de que den las diez y tú seguirás bajando la calle casi en punto muerto, mecida por la luz de tus faros deslumbrantes, convencida de que mi sombra antes o después se aparecerá en la parada del 143.

Algún día tienes que explicarme cómo sabías que era yo, si vivo con la sonrisa tapada, si la noche devora mi chaquetón marrón, si caminaba encogido de tanto alargar la mano y palpar el dolor, tantos días y tantas noches de descorrer cortinas en las habitaciones y de descubrir que los que seguían allí ya se habían ido, gota a gota, así, sin más y sin poder hacer más.

Tal vez por eso las primeras veces me parecía fascinante cómo cuando se descorrían las puertas del autobús la que aparecías eras tú, vital, firme al volante e irrefrenable, al frente de aquel pasillo de asientos solitarios que se me antojaba un inmenso quirófano donde yo era el último paciente, en busca de su tregua diaria en plena batalla, hacia una casa que ya no era mi casa porque me dolía el vacío de cada libro, me dolía la fragilidad de cada planta, me dolía la humedad de cada pared y la estrechez de aquel inmenso sofá jamás compartido.

Creo que la primera vez me delataron las solapas de la bata blanca y, por eso, mientras subía los escalones comenzaste a aplaudir. Yo, estúpido, pensé que me apremiabas y me quedé ofuscado ante el cristal que te protegía, incapaz de avanzar por el brío del arranque, la mano dolorida de aferrarse a la barra, el olor de ciudad que transpiraba por las ventanillas abiertas de par en par y la vista hipnotizada por la mascarilla pálida en la que tenías escrito tu nombre y por el bamboleo de tus pendientes de aros. Aguantaste impertérrita hasta que al primer semáforo te giraste, con tu inmensa coleta y, sin importarte mi mirada pasmada, me dijiste un simple y dulce “qué tal”.

Yo ya no sé lo que respondí en ese momento, pero sí recuerdo lo que te terminé confesando en otros muchos momentos, en los que tras la puerta me esperaba siempre tu breve y sentida ovación, tu simple y dulce qué tal, esa chispa que dinamitaba mis emociones y hacía que se derrumbara la impotencia, el miedo e incluso la esperanza con la que un día tras otro no había más remedio que volver al hospital.

Es muy posible que en todo este tiempo nunca te haya dicho gracias, es muy posible que en todo este tiempo nunca haya sido capaz de ser yo quien te aplauda, devorado por mi papel de héroe cuando eras tú la que siempre me rescataba y eras tú la que se me aparecía en el insomnio de mis sábanas, con la misma imagen de cuando se acercaba el trayecto a su final y yo, sin quererme marchar, alargaba el momento caminando hasta la puerta de detrás, por donde bajaba no sin antes voltear la cabeza y buscar en el retrovisor esa mirada tuya que no me quería dejar escapar, esa mirada a la que día a día me aferro y que busco como un idiota en cada espejo.

Ana

Hay una cosa que te quiero decir: si te viera creo que me enamoraría de ti. Eres ya no más que un tabique que transpira, una ducha que corre interminable, un montón de monedas que ruedan por el suelo, una canción de Morente y una puerta que se abre cuando la mía se cierra y que se cierra cuando la mía se abre, aunque sea de noche, aunque amanezca, cambiados tus pasos por los míos, recorridos los tuyos en mis zapatos mientras el edificio se consume confinado y apenas tú y yo somos los que respiramos, vecinos, separados.

A veces fueron minutos, a veces han sido un par de horas, a veces es un suspiro, un chasquido, el leve lapso en el que tú llegas y yo me voy, camino cada cual de su turno, tú noche, yo día, tú tarde, yo noche, tú día, yo tarde y siempre llegamos tarde, tú en el “A” y yo en el “B”, porque siempre es tarde, porque nunca ha habido tiempo de coincidir, ni siquiera de ver una espalda que dobla el pasillo, ni siquiera un eco de tu voz que se cierra en el ascensor, nada más que esos minutos en los que bates frenéticamente un huevo, en los que el viento cierra de golpe tu ventana, en los que cantas “…en esta noche oscura de esta vida / qué bien sé yo por fe la fuente fría…“

Por eso creo que escuchas cuando mis llaves caen agotadas en el platillo de la entrada; cuando arrastro la mesa para intentar buscar el ángulo más acompañado entre la tele, la cocina y el gato; cuando “Baker” maúlla, me arrulla y bufa; cuando a gritos le digo a mi madre por teléfono que estoy bien, que todo está controlado, que la nevera está llena, que ya no veo a aquel novio imbécil que tanto la peloteaba; y por eso creo que escuchas, escuchaste y escucharás mis hipidos incontenibles cuando mis emociones dicen basta en este túnel en el que nos metieron y del que sólo salgo para sacar a pasear el 143 y traer y llevar a gente que ya no va donde quiere ir, sino sólo donde tiene que ir.

Debió ser aquella noche, esa noche en la que volví a sonreír a mi último pasajero, en la que sentí el ansia de descargarle su zozobra y llegué a casa con su angustia y con la mía, con mis miedos y con los suyos, con los vacíos compartidos y multiplicados y ya era muy tarde esa noche y ya no hablé con mamá y mi pie descalzo golpeó la pata de la mesa y comencé a llorar. Es igual si salías o entrabas, si estuviste al otro lado los minutos de siempre o las horas de nunca, pero me tuviste que escuchar, pues a la mañana siguiente me dejaste una nota sobre el felpudo, con boli verde, como un susurro: “Resiste conductora. Venceremos. Mucho ánimo”.

Debió ser aquella noche, debiste ser tú, que te habías fijado en el bordado de mi uniforme tendido en las cuerdas del patio, que tras aquella primera nota me dejaste otra y luego otra, porque yo te contesté “Gracias, quien seas, gracias por escuchar”, y porque te seguía contestando y así comenzamos a hablar de lo absurdo y lo frugal: “está lloviendo”, “hoy hace frío”, “cuidado con las hojas que resbalan”, “ya regué la planta del rellano”, “perdona que ayer se me quemó la coliflor”.

Pasaron y pasan las semanas, recreándonos en este juego de la soledad acompañada, de la compañía solitaria, una nota en el felpudo de vez en cuando y sin más tiempo que el azar ciego de los turnos, sin más ganas que esperar a que la vida sea otra cosa que nos devuelva al momento en el que, además de mirarnos, nos podamos besar.

Mientras tanto, seguiremos respirando libres bajo la máscara de un tabique, tus huevos, mi coliflor, tus monedas, mis llaves, los maullidos de “Baker” y Morente, aunque sea de noche, “…su claridad nunca es oscurecida / y toda luz de ella es venida…”.

A las 10:43 del 23 de diciembre la calle de siempre es una desnuda cabalgata de bombillas transparentes, todavía húmeda de charcos intermitentes. Las nubes de la noche se alejan desfallecidas y los azules límpidos se cuelan sin que el sol apenas pueda contener el frío. Hace ya rato que la mayoría de los comercios levantaron las cancelas y en los escaparates tiritan espumillones de plata, copos de corcho repintado y maniquís andróginos que por no tener mirada no necesitan máscara ni bufanda.Las primeras que doblan la esquina son tres chicas, tres amigas. Sus nombres no importan. Solo el de la que camina al centro. Se llama Almudena, trabaja de operaria en una empresa de transporte. Ayer a la tarde la PCR dio negativa. Mañana tomará el autobús de línea rumbo al pueblo. Sus padres la estarán esperando al borde de la carretera después de seis meses sin verla. Hoy, en un exceso de confianza, se reencuentra y despide de quienes venían siendo sus ángeles en este inmenso Madrid, sombras confinadas durante los últimos tiempos que tocó vivir. El plan inicial es desayunar, como antaño, porras y chocolate, sólo que con la sobriedad de haber amanecido a las 9:00 y no con la resaca de llevar de juerga desde la noche anterior. Cosas de la nueva realidad.Se sientan en la terraza, sin importar que las estufas aún estén apagadas ni que la escarcha se derrita por el borde de las sillas metálicas. Almudena queda frente a la calle. Sus amigas de espaldas. Con el primer sorbo de chocolate liberan sus rostros, dibujan sus sonrisas, completan sus miradas y hablan alborozadas. Sus ecos encienden los muros. Una ventana se abre; un barrendero bruñe las baldosas con su cepillo; un cantante enchufa la guitarra a su altavoz y se arroja dos céntimos a la funda como cebo; un perro ladra, hondo, delatador.Es blanco. Surge por una callejuela. Cálido su pelaje, profundos sus ojos negros. Alza la cabeza. Mira a un lado y a otro. Él marca el camino. Escucha de lejos la voz de Almudena. Ladra por segunda vez. Camina hacia ella. Surge tras sus pasos Javier, piloto de aviación, varado desde hace semanas, no porque no haya aviones, no porque no haya destinos, sino porque la pandemia ha dinamitado los caminos. Vaga tras el perro por instinto, sin importar que las botas pisen los charcos, sin importar que los bajos del pantalón se llenen de barro, sin importar que el cinturón apenas pueda asir el pantalón por los kilos que la tensión se llevó, kilos que han convertido su jersey de rayas azules en un saco sin abrigo.El perro ladra por tercera vez. Almudena gira su rostro y sólo se fija en el jersey que se acerca. Son esas rayas y no otras, es su figura y no otra. ¿Y si fuera él? Pierde por un instante la sonrisa, sin saber qué hacer ni qué decir, mientras Javier sigue avanzando en sus pasos.El perro ladra por cuarta vez. Almudena vuelve a alzar la mirada, ya casi tan cerca para descubrir como es y no como le imaginaba, para reparar en que no es ni tan alto, ni camina tan seguro, ni trasluce ningún entusiasmo, ni la mascarilla deja ver si lleva o no barba. ¿Y si no es él? ¿Cómo va a ser él? Parece un tipo vulgar.Pero el perro blanco, como tantas tardes a las ocho en aquella terraza selvática de bambúes y hiedras, ladra por quinta vez, justo cuando Javier se sitúa a la altura de la estufa que el camarero está a punto de encender. Almudena no puede reprimir levantar la vista, desnuda, limpia, y Javier la distingue sin detenerse, la reconoce, sin ninguna duda, porque no ha olvidado su historia. Por eso, dos pasos más adelante, cuando parece que continúa de largo, cuando ella se convence de que hizo bien en callarse, Javier se gira, pero no para asir al perro, que se ha quedado plantado, esperando, sino para prorrumpir con su grito de guerra:-¡Ánimo!Javier se escucha, avergonzado, e intenta seguir, pero Almudena sonríe, igual que desde la ventana, revivida, en paz, y le devuelve la contraseña:-¡Ánimo!Él se gira por última vez, ella mantiene su mirada y ambos se descubren con la mano en alto. El perro ladra y echa a correr calle abajo. Cae un euro en la funda del guitarrista y arranca su voz. Es un “Yesterday” ronco pero cálido, “…all my troubles seemed so far away…”Retoma Javier su senda, sin advertir a la mujer que a su espalda se acerca arrastrando una maleta. Es ella la que le ha echado al cantante la moneda, la que ha sentido un escalofrío en los primeros compases de la canción, la que turbada ha echado a andar sin reparar en que se aproximaban el perro y Javier, también absorto en lo que acaba de suceder, hasta que sus pies han golpeado con violencia la maleta para, trastabillados, terminar contra el suelo.Queda la calle en silencio tras el estrépito. Ella no reacciona, sin parar de musitar “lo siento”. Javier se levanta de inmediato con afán de solventar el desaguisado. Raudo estira los brazos para devolver la maleta a su dueña. Ella, azorada, reacciona de improviso con igual objetivo. Sus manos terminan a un tiempo aferradas al asa y sienten cómo les atraviesa la emoción de una descarga eléctrica. No es su tersura, no es su nervura, es la calidez inconfundible de unas manos que a Javier le hacen ansioso alzar la mirada y toparse con Ingrid frente a frente.Directora de un hotel en Bruselas, acaba de bajar de un taxi que la ha traído del Aeropuerto. No ha tenido valor de regresar a España hasta ahora. Las cenizas de su madre aún le aguardan en el cementerio. Irá mañana por la mañana. Después había pensado pasar la Nochebuena en la antigua casa y llorar entre las fotos de mamá, sus agujas de punto, sus estampas de Nuestra Señora de la Varga, su jabón de Lagarto y su colonia de lavanda. Pero ya no irá sola, no. Irá con Javier, que ya no se va a separar de ella, que sólo ha necesitado tres palabras en mitad de la calle para terminar de desatar la pasión que quedó reprimida en aquellas escalas de mayo, solo tres palabras:-Te estaba esperando…Ha apoyado Ingrid el rostro en su jersey de rayas azules sin poder desasir su mano. Se han contado sus últimos meses de forma atropellada entre empellones y coletazos del gran perro blanco. Surge un beso inesperado con sabor a caramelos. Ya no se van a separar jamás y eso que aún habrá más reencuentros en esa mañana.Al fin y al cabo, se han despertado los sentidos en medio de una calle que ya huele a castañas asadas, donde algún villancico se escapa estridente por las rendijas de los escaparates, donde la gente se vuelve a mirar aunque sigan creyendo que aún no se ven, que aún no se escuchan, que aún no se huelen, que aún no se sienten, pese a que los ojos, los oídos, las narices y las manos nunca descansan.Llora de pronto un niño. Su inmenso globo barbudo de gorro rojo y cordel amarillo se escapa con parsimonia rumbo al firmamento. Se aferra desconsolado a la pierna de un joven de profundos ojos negros y chaquetón marrón. Ingrid se queda mirando sus lágrimas, lentas en sus sonrosadas mejillas. El joven bracea como si intentara alcanzar lo inalcanzable. Ingrid se acerca incapaz de soportar tan inocente desconsuelo. El niño vuelve a mirar al cielo y a lo que ya es sólo un punto pálido. Llora entonces aún con más fuerza. El joven se arrodilla, junta su rostro al del crío. Lo estrecha y comienza a hablarle. Ingrid saca del bolsillo un caramelo, pero antes de tendérselo al niño le paralizan las palabras que escucha.-No estés triste, mi amor, no estés triste… -le dice el joven con dulzura.Esa voz, esas palabras, ese tono, esa cadencia... Ingrid se gira con los ojos empapados y le ruega a Javier con la mirada un segundo de paciencia. Javier asiente. Ella prosigue y golpea ligeramente el hombro del joven. Ingrid no siente cuando el niño se calla y le arranca de la mano el caramelo. Sólo está pendiente de buscar la frase adecuada. Ante el desconcierto del joven ella sólo acierta a presentarse.-Luis, perdona, pero soy Ingrid.Luis se levanta y sonríe, porque sí, él es Luis y no se cree lo que está pasando. Es la primera vez que en meses recorre las calles del centro. Es la primera vez que en mucho tiempo está de nuevo a solas con su sobrino. Son cientos las historias que han pasado por las manos de este enfermero de cuidados intensivos, de este inmenso espíritu que día a día y uno por uno informaba a los familiares del estado de cada infectado. Y resulta que de entre todos ellos justamente allí delante, un 23 de diciembre, la que aparece de la nada es Ingrid. No era así como la imaginaba, pero cómo olvidarla.-¿Cómo sabes que soy yo?-Me ha bastado tu voz. No te hizo falta más para consolarme, así que no podía hacer falta más para encontrarte.-¿Cómo estás? –pregunta él, como siempre con ganas de escuchar.-Mejor, mucho mejor, acabo de encontrar a un buen amigo y creo que poco a poco las heridas van a cicatrizar. Tú tienes gran parte de culpa.-¿De veras?-De veras. No puedes imaginar qué importante fuiste. Nunca te podré decir suficientes veces gracias.Luis asiente complacido. Toma a su sobrino en brazos y besa su moflete para frenar el impulso de abrazar y besar a Ingrid. Se despiden. Ella regresa su mejilla al jersey de rayas azules y Luis, como si hubiera despertado de un profundo letargo, agarra a su sobrino y echa a correr como loco calle abajo. Compra otro globo que ata a la muñeca del crío y ya en la plaza busca desesperado la parada del 143. Allí se le pasan las horas mientras uno tras otro vienen y van los autobuses, que va descartando conforme divisa el largo del pelo de los conductores. Pasada la hora de comer, cuando ya ha rotado ante él todo el turno, se rinde y decide regresar. Suben al autobús por la puerta del medio. En apenas tres paradas llegan a su destino. Toca el crío el timbre. Caminan hasta el final. Frena el autobús, se abre la puerta, pero, antes de bajar el escalón, instintivamente Luis pone sus ojos en el espejo retrovisor y descubre la mirada sorprendida de Ana.Suelta al crío y se abalanza hacia la cabecera por el pasillo. Advierte que no queda nada de su coleta, pero allí siguen los mismos aros en las orejas. Incontenible, Luis comienza a aplaudir nervioso, ante la perplejidad del resto de viajeros, pues la conductora se ha puesto en pie y está claro que sabe de qué va la historia.-Por todos los aplausos que tú también merecías y nunca te di –se explica Luis emocionado.Ana ríe sin control y apoya la palma de su mano en el cristal que les separa. Luis hace lo mismo sin poder dejar de sentir su calor. Intercambian teléfonos. Son ahora los pasajeros los que aplauden.Apenas un par de rotaciones más tarde, Ana termina su turno. Vive a un par de manzanas de la última parada. Camina sin prisa, mientras saborea lo que acaba de ocurrir. Anochece en las fachadas, donde en los balcones comienzan a brillar las luces de los árboles. El frío avanza. Son las calles estrechas. No hay más ruido que sus pasos, hasta que escucha una voz que tararea, una melodía que se define, una letra…: “¡Es Morente!”. Nerviosa aprieta el paso, sin saber por qué calleja resuena. Avanza y se aleja; retrocede y se acerca, y gira y gira hasta que, por fin, divisa su espalda que dobla una esquina y echa a correr.-¡Perdona! –grita Ana.Él deja de cantar y se gira. Ella llega a su altura.-¿Has regado hoy la planta? –le pregunta directa.Él se siente como un niño pillado en plena travesura.-No, hoy no. Y soy Fran. Encantado de conocerte conductora.Ella ríe con la mirada, sin importarle que no sea su tipo. No podía imaginar mejor vecino.-Yo soy Ana… y hoy hace frío. Deberías haber cogido el abrigo.-No había ningún cartel en la puerta.-He venido a traértelo en persona. Y, por cierto, estoy pensando que me debes una cena –le reprocha Ana. Será tu castigo a partir de ahora cada vez que se te queme la coliflor.-Es justo, pero, dime que mañana tendrás compañía.-Sí, he quedado ya con un amigo. Esta tarde lo hemos decidido. Gracias por preocuparte.-Genial, pues entonces la semana que viene.-¿Y los turnos?-Se pueden hablar… o apuntar…-Mañana te lo escribo.-Pues entonces feliz Navidad –se despide Fran.Él ya cumplió hoy su turno en la empresa de transporte. Ahora va camino del centro. Ha quedado con un par de compañeros. Cenarán y beberán hasta el toque de queda. Llega al restaurante el primero. Suena Sinatra, “…Santa Claus is coming to town…” Fran pide una cerveza. Bebe. Pasa el tiempo. Tardan. Se levanta camino del baño. El paso entre dos de las mesas se estrecha. Tres chicas vienen de frente. Nadie allí lleva mascarilla. Fran no las reconoce. Son Almudena y sus amigas, enredadas en un día que no quieren que termine. Como si fuera a lomos de la transpaleta, Fran hace su gesto típico para ceder el paso. Almudena, sin darle importancia, cruza esta vez la primera e, instintivamente, alza el pulgar hacia arriba. Es lo único que Fran distingue cuando levanta la mirada. Eso y su inconfundible espalda.-¡Perdona! –suplica en un timorato estallido.Almudena se gira, con una sonrisa más bella aún si cabe que su mirada, y le reconoce.-¿Fran? –pregunta extrañada tras descubrir un rostro más apuesto de lo que imaginaba.-¿Sabes mi nombre? –contesta él desconcertado, perdido entre sus labios y los botones de una blusa que nada tienen que ver con el anorak del trabajo.-Soy Almudena, señor del reloj –le responde ella divertida.-¿Te acuerdas de lo del reloj? –insiste Fran en su zozobra, feliz de saber por fin cómo se llama.-Me acuerdo de eso y muchas más cosas, pero te gusta mantener las distancias y creía que no sólo por parecer un caballero.-No son buenos tiempos para las aproximaciones.-Este es el único tiempo –le responde ella decidida, mientras él repara en que ha llegado su momento.Fran da un paso adelante, Almudena no retrocede. Fran tiende su mano, Almudena tiende la suya. Fran la abraza por la cintura. Ella rodea su cuello. Él cierra un instante los ojos y recuerda su voz y su grito de guerra. Ella entorna la mirada y vuelve a sentirse segura.-¿Venceremos? –pregunta él sin arrobo.-Por qué no –responde ella pícara.Y mientras se vuelven a poner las mascarillas, Fran suelta amarras y deja que su barco se adentre mecido por el mar de sus ojos verdes.FIN