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No es solo el tipo de interés

  • Última actualización
    01 diciembre 2023 05:20

El intenso y prolongado (aunque tardío) ciclo de endurecimiento monetario iniciado el verano de 2022 en la Eurozona conlleva, a medida que se traslada al crédito a familias y empresas, una dificultad, tanto para el cumplimiento de las obligaciones de los préstamos concedidos con anterioridad (cuando éstos, sobre todo hipotecarios, lo fueron a tipo variable) como para la demanda de nuevo crédito. Pero, como ya ocurrió a raíz de la Gran Recesión, el problema de financiación de consumo e inversión puede deberse no solo al encarecimiento del crédito, sino a su misma accesibilidad. No se trata solo de que la demanda se resienta por los mayores intereses a abonar, sino de que la oferta crediticia por parte de las entidades se reduzca ante el temor a un aumento de los impagados.

El gráfico superior muestra la evolución del stock de crédito al sector privado no financiero de la Eurozona y sus cuatro principales economías. Se emplea la tasa interanual para evitar centrarnos en fluctuaciones puntuales en ciertos trimestres. Hay al menos tres aspectos a subrayar. Primero, en los últimos trimestres las tasas de crecimiento interanuales se han ralentizado notablemente (ya son negativas para Italia y España).

De hecho, en los pasados dos trimestres, el crédito está ya disminuyendo en la Eurozona, como ha destacado el propio BCE. Segundo, después de los excesos crediticios de los primeros años del presente siglo en el sur de Europa, en especial en España, ligados al ciclo inmobiliario, el volumen total de crédito vivo estuvo reduciéndose de manera ininterrumpida en nuestro país durante prácticamente una década. Tercero, el dinamismo del crédito en el sur de Europa ha sido sistemáticamente inferior al de las economías del norte desde la Gran Recesión (y eso supone ya un período de 15 años). Es éste un obstáculo innegable a la competitividad de países como Italia o España.

Desde luego, no se trata de que en estos momentos nos enfrentemos al “credit crunch” (o cierre del crédito) que supuso, más allá del encarecimiento del mismo, que durante la crisis de la deuda de la periferia de la Eurozona (desde la primavera de 2010), numerosos proyectos empresariales en el sur de Europa, viables por lo demás, no pudieran disponer de la renovación de sus líneas de crédito (o de nuevos fondos). Esa situación acentuó la magnitud y la duración de la crisis en esos países del Mediterráneo, incluyendo España. Pero sí conviene observar con atención, durante los próximos trimestres, la evolución del crédito que hemos relatado. Y recordar que esa caída del mismo es, precisamente, uno de los resultados del ciclo de subidas de tipos de interés. Por ello, de la misma forma que fuimos críticos en estas páginas con la lentísima respuesta del BCE a las tensiones inflacionistas ya percibidas en 2021, defendemos ahora que los tipos deben haber alcanzado ya el máximo de este ciclo.

Tema distinto, claro, es que no resulte adecuado empezar a reducirlos hasta, al menos la segunda mitad del próximo año... a menos que, de la observación atenta que mencionábamos, se deduzca un colapso del crédito en la Eurozona.

¿Cuál es el coste de ignorar la productividad en el debate salario/horas?

España es un país peculiar en el debate económico. Uno de esos momentos se produce cuando se sugieren medidas que implican modificar a golpe de reglamentación las horas trabajadas o los salarios establecidos sin hacer la menor referencia a la productividad. Quizás convenga recordar los motivos por lo que tales decisiones son erróneas, y pueden tener costes apreciables en términos de empleo perdido y riqueza no creada.

Vamos con la economía básica. Hay tres formas de elevar la producción de una economía: que trabajen más personas, que lo hagan más horas o que lo hagan de manera más eficiente. Este último mecanismo, nada más y nada menos, es el concepto de productividad. Y que sea baja o alta no implica criticar o ensalzar a los trabajadores, cuestión que parece atenazar a algunos “analistas”. La productividad es el resultado de cómo la fuerza laboral puede combinar capital físico, tecnología, capital humano, procesos de gestión y organización, y todo ello muy influenciado por el contexto institucional, para elevar la calidad y cantidad de lo que produce. La excelencia (o no) de esa combinación, por tanto, depende de todos los agentes implicados de una forma u otra en el proceso productivo: trabajadores, empresarios, administraciones públicas o sistema educativo, entre otros.

Cuando esa productividad es elevada, y con ello lo es la producción que se genera para un mismo número de trabajadores y de horas trabajadas, los beneficios para la sociedad se manifiestan de maneras diferentes: con una mayor remuneración al capital, con menor crecimiento de los precios, con mayores impuestos recaudados sin necesidad de subir los tipos impositivos y, desde luego, con superiores salarios y/o menor número de horas trabajadas. Nótese que el proceso se mueve elevando en primer lugar la productividad y gozando de sus beneficios después. Si se pretende hacer a la inversa, no es difícil entender que cuando los salarios percibidos exceden lo generado por los empleados que los reciben, esos puestos de trabajo corren serio peligro de ser amortizados, sustituyendo esa labor por capital, externalizándola a menor coste o, peor, con la pérdida de esa actividad. Por cierto, esos empleos que se pierden son, en general, los de menor cualificación. De la misma forma, reducir horas de trabajo de forma transversal, sin atención a las singularidades de cada sector y de la organización de la actividad, tendrá efectos negativos sobre la productividad y, con ello, la generación de riqueza.

Las decisiones sobre salarios y horas trabajadas deben acercarse al nivel de la empresa, donde pueden vincularse a la evolución de la productividad y a los requerimientos de las actividades específicas que se realizan, incluyendo factores de puntas de demanda, acceso a financiación u otros condicionamientos externos. Si se tiene la convicción de que se están cometiendo abusos ligados a las condiciones laborales, investíguese y sanciónese, de manera individual y sin hacer una causa general a la que se responde con normativas poco sensatas.

Mientras tanto, la productividad del trabajo en España se encuentra 30 puntos por debajo de las de Estados Unidos, Suecia o Suiza, es 20 puntos inferior a la alemana o la francesa y está incluso a un 10% de la británica, tan denostada desde hace ya unos cuantos años (y solo 3 puntos por debajo de la italiana, si a alguien le consuela). Cerrar esta brecha debería ser LA prioridad de cualquier política económica inteligente. Eso requeriría medidas de políticas laboral, educativa, tecnológica, industrial, energética, de organización empresarial, e institucional coordinadas con los agentes sociales, integradas y sin duda complejas, pero perfectamente realizables y más de una vez delineadas por expertos españoles e internacionales. Todo un programa para una autoridades que realmente quieran resolver el problema de la baja productividad, y los que de ella se derivan. Porque, eso sí es cierto, al contrario que las horas trabajadas o los salarios, la productividad no puede ser elevada por decreto.

Un reto nuevo y otro que permanece

Los Bancos Centrales occidentales, aunque en algún caso (Australia) aún están efectuando los últimos movimientos alcistas en los tipos de interés, han pasado a enfrentarse al dilema, que tiene sumamente tensados a los mercados financieros, sobre cuándo comenzar a reducirlos. Como ya hemos apuntado en estas páginas, los riesgos de recesión deben balancearse con los derivados de una inflación aún elevada (y que puede volver a acelerarse si el comportamiento de las rentas – beneficios y salarios – o las materias primas es excesivamente alcista). Pero, mientras este es un debate cotidiano, está mucho más oculto el ligado a la normalización (o no) de los balances de los Bancos Centrales. En realidad, incluso más expansiva que la política de “tipos cero” resultó la compra masiva de activos (sobre todo deuda pública) por parte de esos BCs desde 2008. Antes de la Gran Recesión, el BCE, por ejemplo, presentaba un balance de alrededor de un billón de euros. El actual ronda los 7 billones (desde un máximo de casi 9 en 2021). ¿Conviene volver al nivel pre-Gran Recesión? Porque eso también sería una considerable restricción monetaria, y un problema significativo de financiación para (parte de) los Gobiernos de la Eurozona.

Japón sigue jugando en otra dimensión

Mientras tanto, el Banco Central de Japón ha superado ya los siete años consecutivos con tipo de interés de referencia negativo, sin demasiada intención de salir de esa política en breve (aunque la efectividad de la misma sea, como poco, muy debatible). No obstante, con la inflación ya varios trimestres por encima del 2%, sí ha avanzado un atisbo de restricción monetaria. Para ello, ha ido ampliando el margen de tolerancia a los tipos de interés de la deuda pública nipona (de la que le Banco Central atesora más de la mitad de todo el enorme contingente de deuda viva). Actualmente, ese margen se ha elevado hasta un interés del 1% para la deuda a diez años, límite que los mercados están tentando desde el primer momento, obligando al Banco Central a seguir adquiriendo deuda (recordemos que mayor precio supone menor tipo de interés). Con la inflación por encima del objetivo a medio plazo y el yen en una de las fases de mayor debilidad de las últimas décadas, el cambio en la política monetaria parece inevitable que se acentúe hacia una (todavía muy limitada) restricción. Pero nunca se subestime el empecinamiento de las autoridades monetarias japonesas en favor de la laxitud monetaria.

Otros sufren más con las subidas de tipos

“Crisis silenciosa de la deuda”; así acaba de denominar el Banco Mundial la catarata de problemas, poco comentados fuera de los círculos especializados, que atraviesan los países en desarrollo (no las grandes economías emergentes...o no de momento) a raíz del incremento de los tipos de interés en Occidente. Aunque sí son conocidos los episodios de impago que se van produciendo en los últimos años (Ghana, Sri Lanka, Zambia, Ecuador), o los de países que hacen verdaderos equilibrios para hacer frente a sus obligaciones con los acreedores (Pakistán, Argentina, Egipto), el coste de la deuda es inasumible para un creciente número de economías: hasta un cuarto de todo el mundo emergente y en desarrollo está pagando diferenciales superiores a 1000 puntos básicos respecto al Tesoro estadounidense... y los tipos para éste son de por sí los más altos desde la transición del siglo XX al XXI. En este contexto, todas esas economías, de por sí afectadas por otros problemas, se encuentran con una quíntuple dificultad para financiarse: primero, con remuneraciones atractivas de la deuda occidental por vez primera en mucho tiempo, los inversores se refugian en la seguridad de ésta. Segundo, en caso de poder colocar su propia deuda en los mercados, como queda indicado, los países emergentes y en desarrollo se enfrentan a tipos prohibitivos. Tercero, en los casos en los que han colocado una parte significativa de su deuda en dólares, la apreciación del billete verde está encareciendo drásticamente la devolución de esa fracción de la deuda externa. Cuarto, la alternativa de recurrir a la financiación china no solo se ha complicado por el menor interés chino en proporcionarla, sino que se ha constatado que tiene efectos perversos para las economías que han recurrido a ella. Quinto, los recursos y actuaciones de los organismos multilaterales se revelan insuficientes. Un difícil escenario, sin duda.