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…por España y Porrrrtugal…

  • Última actualización
    21 diciembre 2021 11:27

—¿Quieres empezar tú, Anastasio?

—¿Yo?

—Venga, anímate.

—De acuerdo… Pues empiezo yo, si no hay más remedio. Era… era un loro monárquico, eso decía mi padre. Estaba arrugado y despeluchado. Era gris, con una pluma roja en el culo y un pico afilado que se restregaba en un trozo de piedra pómez, de esas con las que antes nos frotábamos las durezas de los pies. Era muy chuleta. Siempre con la cabeza alta y la lengua para afuera. Mi abuelo lo sacaba al porche cuando llegábamos al pueblo, siempre al caer la tarde, tras media hora de caminata. Es que nos dejaba el coche de línea abajo del todo de las casas y nos tocaba subir con las maletas por un camino lleno de piedras con el petate a cuestas. Pero a mí no me importaba. Yo sólo pensaba en el loro. Ya cuando se veía el tejado de la casa por entre las lomas yo gritaba: “Lorito, lorito” y él contestaba como un loco: “Que vienen, que vienen, que vienen, que vienen…”

Lo trajo mi abuelo de Guinea, que anduvo por allí antes de la Guerra. Mi abuelo era muy grande, con los ojos llorosos y un sombrero de ala ancha que sólo se quitaba para meterse en la cama. Sólo le veía en esas fechas. Nunca salía del pueblo y nosotros sólo íbamos allí en Navidad. No viajábamos más, porque en verano las vacaciones consistían en tirarnos piedras en los descampados de la capital. Pero en Navidad nos íbamos al pueblo, todos metidos junto a la chimenea, con aquel loro que mi abuelo se ponía en el hombro, mientras muy despacio se acercaba por mi espalda. Yo le veía reflejado en un espejo viejo, desportillado, borroso y sin marco, y me quedaba quieto, muy quieto, hasta que me gritaba en el oído: “¡Lorito real!” Y el loro pegaba un salto y mientras caía sobre mi hombro berreaba: “¡Por España y Porrrrrrrrrrrrtugal!”.

Yo echaba a correr alrededor de la mesa y el loro se ponía a revolotear. Paraba, y el loro volvía a mi hombro. Y otra vez corría y el loro echaba a volar.

“Que vienen, que vienen”, gritaba mi abuelo cada mañana de Reyes. “Que vienen, que vienen”, gritaba el loro mientras nos espabilábamos. Con los ojos pitañosos, agarraba a mi hermano y a la carrera aparecíamos en el salón y el loro se bajaba a mi hombro mientras levantábamos el trapillo bajo el que los Reyes nos habían dejado una naranja, tres castañas y un alfajor. Sólo en ese momento el loro se dejaba dar de comer en la mano. Eso decía siempre mi abuelo, admirado. Mordía yo mi alfajor y el loro bajaba de mi hombro y caminaba por el suelo hasta mis dedos, donde devoraba la otra mitad del dulce, conforme y sin pedir más. Saltaba de nuevo a mi hombro y repetía de un tirón: “¡Lorito rrreal! Por España y Porrrrrrrrrtugal”.

Murió mi abuelo a finales de los 50. Su entierro fue mi último viaje al pueblo, semanas antes de Navidad. Ese año me quedé sin naranjas y sin alfajores. Nos llevamos el loro a la capital. Su jaula no cabía por la puerta del piso y hubo que hacerle una más pequeña. Mi madre no me dejaba sacarlo, por si se escapaba. Tampoco me dejaba que le hablara. “¡Lorito real!”, le grité después de cenar nada más llegar del pueblo. “¡Por España y Porrrrrrrrrrrrtugal!”, berreó en el silencio de la noche. Mi madre se quedó horrorizada.

Lo de lorito real eran unas coplillas infantiles que luego con los años me enteré que las escribió un poeta venezolano. Creo que no eran exactamente así, pero vete tú a saber cómo se las enseñaría mi abuelo durante los años que lo tenía a todas horas en su vieja tienda de ultramarinos. El caso es que por el tiempo que se murió mi abuelo, Don Juan, el abuelo del actual rey, ya andaba por Estoril a tortas con el Régimen. Imagina cómo era la cosa. Una mañana, sin provocación, el loro repitió la copla tres veces seguidas con todas las ventanas abiertas y mi padre por miedo a los vecinos dijo sólo dos palabras: “Se acabó”. Sacaron del armario un muletón de felpa y lo echaron por encima de la jaula. Sólo estaba permitido destapar al loro para echarle de comer y ponerle agua. Amaneció bocarriba en un rincón al día siguiente de Reyes. “Se ha dormido, tranquilo, se ha dormido. Sólo es eso, Anastasio”, me decía mi padre, mientras yo hipaba y me acordaba de mi abuelo y su alfajor.

—¿Pero sería ya muy mayor, no, Anastasio? –interrumpe la cuidadora social.

—Lo menos 50 años tendría, pero es que era un loro monárquico… Eso dijo mi padre…

—Se moriría de pena –apostilla una anciana de canas amarillas mientras se recompone una blusa esmeralda.

—Pudo ser eso Emilia, pudo ser. ¿Quieres ser tú la próxima en contar su historia? –le invita la cuidadora.

—¿Yo? No, no, qué vergüenza.

—Venga, anímate Emilia, piensa. Es fácil. Hemos dicho que se trata de una cosa que nos recuerde a la Navidad.

—Vale, hija, me da mucha vergüenza, pero bueno. Hay una cosa… Era un musgo de un verde, tan, tan intenso... Ojalá lo pudierais ver ahora. No estaba en cualquier parte. Había que caminar mucho, muchísimo. Pero mi padre siempre lo encontraba. Siempre. Es que mi padre era ferroviario. Alto, muy alto, muy guapo, con un bigote precioso, con mucho pelo, muy negro, y una chaquetilla azul con ribetes que siempre se ponía por las mañanas al salir de casa. Una vez me dejó su bandera. Tengo una foto en una estación, con un vagón detrás. Me tiene cogida en brazos y yo estoy con la bandera. Mi padre siempre estaba en la estación, menos cuando todas las navidades íbamos a recoger el musgo. Me despertaba muy pronto un domingo. Yo tenía frío, pero no me importaba. Iba con mi padre. Cogíamos el tren. Bajábamos en una estación muy chiquitita. No recuerdo su nombre, sólo que tenía un banco de madera donde mi padre me sentaba para abrocharme el chaquetón. Él llevaba una garrota muy larga y yo un palo que se doblaba cuando me apoyaba. Pronto dejábamos atrás las casas, nos salíamos del sendero y caminábamos entre la hierba y las ramas con hojas secas de mil colores. Ninguna hoja seca tiene el mismo color que otra, como ningún tapete de musgo tiene el mismo color que otro. El que buscaba con mi padre estaba como entre dos paredes de rocas. Brillaba las veces que hacía sol. Brillaba las veces que llovía. Brillaba sobre las piedras. Brillaba en mi mano, cuando lo cortábamos. Mi padre llevaba una navaja con el mango de alpaca. Muy larga. Para mí sacaba de su bolsillo una navajita con la que yo cortaba el musgo a poquitos. Nunca lo limpiábamos. Nos lo llevábamos con las hojas de roble y pino y con los líquenes húmedos entrelazados. Mi padre sacaba una bolsa de tela y amontonaba el musgo dentro de ella como una tarta de cien pisos. Luego se la echaba a la espalda por el camino, pero al subir al vagón de regreso siempre la colocaba entre mis piernas. Y yo la abría y metía la cabeza y respiraba profundamente aquel olor. Qué olor.

Pasábamos un día entero colocándolo en el belén. Mi padre montaba un enorme belén, pero las figuras las ponía yo. Siempre se caían. Nunca se sostenían por lo mullido del musgo, pero mi padre nunca me ayudaba. Mi padre siempre me dejaba. Yo tenía que mantenerlas en pie. Nunca me decía nada cuando cogía las tijeras para hacer un rodal y hacerles hueco. Nunca me decía nada cuando al cabo de los días el musgo se desperezaba y recrecía y las figuras se volvían a caer… y a empezar otra vez. Nunca me decía nada cuando me sorprendía con la mano dentro de un vaso de agua para espolvorear gotas para que no dejara de oler. Esa humedad del belén. Era… No sé… Una sensación de libertad… Cuando mi madre ventilaba la casa, que daba a un patio interior de ventanucos pequeñísimos, ya no entraba de la calle el olor de las ollas de las cocinas, no. En Navidad el aire de la calle empujaba a mi cama el olor del musgo del belén, ese olor... Venían todas las vecinas a ver el belén, le echaban monedas de céntimo al niño Jesús y siempre tocaban el musgo, tan suave, tan mullido… “¡Qué suave!”, decían, hasta que mi padre, en fin, tuvo lo de su pierna, que no viene ahora al caso contarlo. Ya era yo mayorcita y ya no fuimos a por más musgo y mira que me da coraje no saber cómo se llamaba la estación y dónde estaban las piedras aquellas. Me habría gustado volver porque, de verdad, era tan verde, tan verde… Ojalá supiera cuál era la estación.

—Mi padre me llevaba de excursión en tren a El Espinar. A lo mejor era allí –se aventura una mujerona con gafas de gruesos cristales y que mantiene el equilibrio en una silla rodeada de cojines.

—No, no creo. ¿Su padre también era ferroviario? –pregunta Emilia.

—No, mi padre era militar: Francisco Mazas Iturbe se llamaba. Por eso yo me llamo Francisca Mazas Sanchís, aunque todos me llaman Paquita.

—¿Y cuál es su recuerdo, Paquita? –aprovecha para preguntar la asistente social.

—¿El mío? Me pongo triste de recordarlo.

—¿Por qué, mujer?

—Porque han pasado muchos años y echo de menos cuando mi Jose era pequeño.

—Pero si te quiere más que a nada, que me saluda todos los días que viene a verte.

—No me quejo, no, pero cuando son tan chicos todo es tan… No sé cómo decirlo. Todo es una ilusión, es… como si todo se pudiera conseguir y luego… pues todo se complica, pero no me quejo. Tengo un hijo maravilloso y unos nietos estupendos, pero echo de menos las navidades de cuando era pequeño.

—¿El qué exactamente?

—Es una tontuna muy grande, pero me acuerdo de un piloto rojo de los primeros que se colocaban en el enchufe. Lo trajo mi marido de Alemania. Él estuvo allí trabajando un tiempo. Yo le escribía que el chico tenía miedo, que pasaba fatal las noches, que terminaba siempre en mi cama. Por eso cuando volvió trajo el piloto. Era de la marca Schneider. El mismo día que lo probamos se me fue al suelo y se le rompió una esquina del metacrilato, pero no se estropeó. Fue mano de santo. Dejó de tener miedo, hasta el punto de que, al año de estar durmiendo en su cuarto con el piloto, dijimos que no estábamos para derrochar en la factura de la luz y aceptó apagarlo. Eso sí, esa Navidad se puso tan nervioso, tan agobiado por si llegaban o no llegaban los Reyes Magos, que decidimos poner el piloto en el pasillo. No sé qué le echaron ese año en los zapatos, pero se quedó tan contento que se convenció de que todo era gracias a que los Reyes habían encontrado la casa por el piloto. Desde entonces todas las noches de Reyes sacaba del escondite el piloto y lo enchufaba en el pasillo. Y yo veía la luz mortecina que se colaba por la puerta, mientras peleaba por no dormirme, nerviosa, muertecita de frío, esperando para sacar los regalos, y sólo pensaba en su cuerpecillo tembloroso e ilusionado, en sus ojillos que no se cerraban, y rezaba para que se durmiera pronto y no me descubriera bañada por aquella lucecita roja y, sobre todo, para que nunca perdiera la ilusión. Al final, descubrió el pastel un verano. Se lo contaría cualquier chico del barrio. Llegó a casa dando portazos. Rebuscó en el cajón de la cómoda, agarró el piloto y lo tiró por la ventana. Se reventó contra las baldosas de la acera.

—Ay qué pena, Paquita –se compadece Emilia.

—Pues sí. ¿Y te puedes creer que hay noches aquí en la residencia que cuando se me queda la puerta de la habitación entreabierta, de pronto me despierto de madrugada y me entra del pasillo el color anaranjado de la luz de emergencia y me da un escalofrío como si mi Jose estuviera en la habitación de al lado esperando que me levante para llenarle los zapatos? ¿Te lo puedes creer?

—Y tanto –masculla un enjuto anciano en chándal, cuyas mangas demasiado largas no ocultan el temblor del párkinson.

—¿Has dicho algo, Humberto? –le pregunta la asistente.

—¿Ya me toca? ¿Ya puedo hablar? –responde el anciano, como si nadie le hubiera escuchado.

—Claro, Humberto, claro.

—¿Pero lo que contamos tiene que ser algo de muy antiguo o tiene que ser algo de ahora?

—Tiene que ser de cuando quieras.

—Pues de ahora.

—Pues adelante.

—Pues muchas gracias. Yo me llamo Humberto, que yo creo que todos me conocéis, pero por si se da el caso de que haya alguien nuevo, me presento. Soy de Almiruete, provincia de Guadalajara. Soy viudo desde hace seis años. Tengo dos hijos y tengo…

—Al grano, Humberto –le grita Anastasio.

—No me interrumpas que ya va. Digo que tengo dos hijos y un nieto y para mí la Navidad es muchas cosas, pero ahora para mí la Navidad es un avión de alas azules y cola blanca. Si no mide de punta a punta de cada ala lo mismito que mi nieto, no mide nada. Es de goma o de espuma o algo parecido. El chico apenas tiene fuerza para levantarlo por encima de su cabeza y su padre le grita: ”¡Cuidado, Izan, cuidado!”. Figúrate, “Izan” que me le pusieron. “Izan”, por Dios, que eso es lo que hacíamos con la bandera todas las mañanas en el Cuartel de El Goloso cuando estaba en el servicio militar: “Izan”, la madre que les parió, que fue mi señora… Pero lo que os digo, que el padre le grita “¡Cuidado!” y a mí me llevan los demonios: “¿Quieres dejar en paz al chico?”, le respondo desde el banco de madera donde me aparcan. Y el chico me mira y pasa de su padre y echa a correr y lanza el avión que planea y se estampa contra el suelo. Y sale corriendo el chico y vuelta a agarrar el avión y vuelta a lanzarlo y vuelta a planear y vuelta a estrellarse y me mira cada vez que vuela y se ríe cada vez que se estrella y venga a correr y me avisa: “Mira abuelo, mira abuelo” Y yo le miro una hora tras otra, sin descanso, y pienso en qué cinco euros más bien invertidos, y qué bien que no le hice caso a la santa de mi nuera y, además del paquete que me pusieron entre las manos la última Navidad antes de que el chico entrara por la puerta, yo me escapé al chino el día de antes y le cogí el avión, nada más que cinco euros de avión, tan largo de punta a punta como alto es el chico, un pedazo de avión que nada más romper la caja echó a volar y el chico estampó contra la nata del roscón. ”¡Cuidado, Izan, cuidado!”, le gritó su padre, y yo le agarré al chaval del pescuezo y le dije al oído: “Dale gusto al abuelo y a ver si le aciertas otra vez”. Y otra vez lo lanzó y otra vez lo estampó contra el roscón y se reía y me reía y nos reíamos. Y se ríe y me río cada sábado que viene a verme, con el avión que le trajeron los Reyes de su abuelo bajo el brazo, el avión de su abuelo. Bendito avión.

—Pídele uno a los Reyes para ti este año, Humberto, esta vez para ti, y ya tienes otra vez la Navidad completa –le grita una chica de la limpieza que pasa justo en ese momento por su lado.

—¿Para mí? Anda que… ¡Menuda memez!

—¿Por qué, Humberto? –le pregunta con toda la intención la asistente social.

—¿Cómo que por qué? ¿Tú te conformarías con otro loro, Anastasio?

—Ni con el mismo sería suficiente –responde el anciano.

—Pues claro. Y a ti Emilia, ¿te valdría un trozo de musgo?

—Sería un detalle, pero jamás lo habrá tan verde, jamás. Imposible.

—¿Veis? ¿Es que acaso te calma la nostalgia la luz de emergencia de la residencia, Paquita?

—Me devuelve las palpitaciones, pero mi Jose no está en la habitación de al lado.

—Ni está tu abuelo, Anastasio, ni tu padre, Emilia, ni mi nieto que sólo viene un sábado cada dos semanas. ¿Usted me entiende, verdad?

—Claro que sí –asiente satisfecha la asistenta social.

—Que digo yo que podemos llenar las calles de luces, las casas de belenes, las mesas de polvorones, las paredes de espumillones, vengas árboles por las esquinas, venga bolas de colores, venga paquetes con lazos rojos y todo será Navidad… y no lo será mientras no haya en las sillas abuelos, abuelas, padres, madres, hijos, hijas, nietos, nietas, tíos, tías, primos, primas, amigos, amigas, vecinos, vecinas… de ayer y de mañana, de hoy y de siempre, en carne y hueso… o entre recuerdos de la mano de un loro, o de un trozo de musgo, o de un piloto rojo, o de un avión de goma, gente a la que besar o recordar sus besos, gente a la que abrazar o recordar sus abrazos, gente a la que amar por siempre y para la eternidad y de la que sentirse amado para siempre y desde la eternidad. Está claro, ¿no?

—Más que el agua –ratifica la asistente social, mientras a alguien en la sala se le escapa un aplauso y todos los presentes baten las palmas, esperanzados de tener compañía esta Navidad y desterrar por unos días la soledad.

—¡Ay mi lorito real! –suspira nostálgico Anastasio.

—¡Por España y Portugal! –responden todos a una los ancianos, alborozados.

—   FIN   —