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Tesoros olvidados

Hace unos años, pusimos en marcha la Imprenta Imaginaria, una empresa de Grupo Diario dedicada a dar trabajo a esquizofrénicos. Ahí conocí a personas que no olvido, pese a mi mala memoria. Pero, sobre todo, no olvido algunas lecciones que me dieron.

  • Última actualización
    19 marzo 2020 14:37

En una ocasión, uno de ellos, tras reconstruirse la muy perjudicada dentadura, me dijo que estaba muy feliz y contento… “porque ya puedo sonreír.” Me llegó la frase como un mazazo al alma. Nunca había pensado que sonreír era un tesoro. Como lo es pasear, que nos de el aire en la cara, mirar el mar, abrazar a los amigos, tomar botellines en el bar diciendo tonterías a gritos, respirar bien… respirar. Todo esto lo valoraremos dos o tres días después de la crisis, pero luego lo volveremos a olvidar. También olvidarán todos que la logística les está manteniendo vivos, como siempre, pero ahora más y de forma, en ocasiones, especialmente heroica. 

No recordarán que todos y cada uno de los eslabones de la cadena logística están manteniendo el latido del mundo globalmente enfermo a base de no de dejar que el caudal de productos de primera necesidad deje de fluir, cueste lo que cueste. Olvidaremos también que se puede trabajar desde casa, como ha quedado demostrado. No todos, pero sí muchos, y produciendo lo mismo o más, que tampoco es tan difícil. El que pueda y quiera podría quedarse en casa, porque puede y quiere, y los que puedan y no quieran… podrían turnarse entre ellos. El teletrabajo ha ocasionado una rotunda bajada de la contaminación en las grandes ciudades, de un día para otro. Y este inmenso logro se ha alcanzado sin eternas reuniones entre mandatarios que nunca han servido para gran cosa. Ni las reuniones ni ellos. En un mundo en el que todos estamos interconectados de más, que el principal foco de contaminación, los desplazamientos al trabajo, no se haya atajado hace tiempo mediante el teletrabajo es complicado de entender.

Son, como digo, muchos los aprendizajes que se pueden sacar de todo esto. Que, por ejemplo, podemos vivir sin casi todo lo que considerábamos imprescindible, incluido el fútbol, pero nos cuesta mucho eso de no poder abrazarnos. Que puedo estar en casa, tan ricamente, pero que mi casa no es solo mi casa. Que mi casa también es mi pueblo, al que no podré volver en demasiado tiempo, porque allí, gracias a eso de la España vacía, a día de hoy, no hay ni un solo caso de coronavirus entre los 1.500 habitantes. Y ojalá no lo haya nunca. Cualquier posibilidad de llevar algo malo, peor que yo mismo, digo, a mi bendita tierra, me echa para atrás. Los foráneos tampoco podrán ir, de momento. Básicamente porque se les recibe con dos protocolos: haciendo que se paguen unas rondas de botellines o… echándolo al pilón. Los bares están cerrados y no se permiten las aglomeraciones. Imposible que vaya nadie.

Saldremos de esta. Pese a los gobiernos despistados, a los vecinos imprudentes, los virus mutantes y sus santas madres. Pero volveremos a caer, seguro. Si no aprendemos a valorar y respetar, a agradecer y cuidar, a ser inflexibles con los incívicos y premiar a quienes nos cuidan: desde logísticos a enfermeros, desde médicos a agricultores, desde amigos a hermanos, desde el aire a la tierra. Ojalá emprendamos a pagar más por todo esto, en reconocimiento, en civismo y en respeto, o nos condenaremos a quedarnos sin ello. Sin aire y sin tierra por enfermedad o por contaminación. Sin amigos por imbéciles.