“Esta apúntatela bien apuntada para tu próximo libro”, me dicen sin cesar en los últimos días quienes bien me quieren y además aprecian el profuso anecdotario político que enriquece mi nueva novela “El cese”, sin terminar de dimensionar que todo lo vivido en estos años ya da de por sí para varios volúmenes y que, sobre todo, gran parte de lo que ahora estamos viviendo, y a veces nos parece nuevo, ya ha tenido lugar con anterioridad, incluso con tintes más enrevesados, porque esto de nombrar y cesar cargos es una liturgia cíclica regida por los mismos valores, las mismas pasiones, los mismos agujeros negros y las mismas incomprensibles e insoslayables leyes no escritas de la política.
Hagamos filosofía de ese apasionante momento en el cual un simple mortal se convierte, de súbito, en un “cargo público”. ¿Cuándo se produce esa consagración, cuándo la paloma insufla su espíritu y santifica de los pies a la cabeza al nuevo responsable de la cosa, cuándo es el momento exacto en el que es signado con el crisma y el oléo sagrado escurre por sus carnes elevándole a esa nueva dimensión pública?
¿Acaso cuando el ministro le comunica formalmente su designación en presencia o por teléfono? ¿Acaso cuando a continuación se filtra a un medio de comunicación? ¿Acaso cuando se aprueba formalmente su nombramiento en el Consejo de Ministros? ¿Acaso cuando lo hace público el portavoz del Gobierno al término del mismo? ¿Acaso cuando se publica con todas sus letras en una nota de prensa con el membrete del departamento correspondiente? ¿Acaso cuando lo vuelven a publicar los medios de comunicación de acuerdo con la nota de prensa? ¿Acaso cuando al día siguiente lo publica el Boletín Oficial del Estado? ¿Acaso cuando el interfecto planta su mano sobre un cojín festoneado y promete o jura su nueva posición tanto por su conciencia como por su honor? ¿Acaso cuando por fin se persona en el recinto sacrosanto y planta su trasero en el sillón de cuero asignado...?