Trabajando todavía en la Agencia de Aduanas, época de la posguerra, conseguimos una importante operación de unos embarques de azúcar en sacos. Creo recordar que el cliente se llamaba EBRO.
Comenzamos la recepción en el Almacén número 6. Yo estuve a primera hora controlando la descarga y no me moví de allí para nada. Cuando se hicieron las seis de la tarde y terminamos la operación, observé que los trabajadores de la colla terrestre no se iban del almacén y no dejaban de mirarme. Yo tenía los candados y llaves para cerrar. Finalmente les pregunté por qué no salían. Me dijeron que tenían que coger azúcar en unos pequeños sacos que cada uno llevaba, que era la costumbre, que se hacía siempre, que otras empresas lo permitían, que no se notaría nada, etc., etc. Yo me negué. El tema fue a peor. Tuve que llamar al capataz de la colla, el Sr. “ Batiste”, y vino enseguida. Estábamos todos dentro del almacén y se armó una discusión muy, muy fuerte... El capataz, finalmente, me dio la razón y ordenó que todos a casa.
Otro recuerdo del Almacén 6 es que allí atracaban los barcos de Pinillos en su tráfico con Canarias. Yo los despachaba de Aduanas, Comandancia y Sanidad.
Un día, en el manifiesto de descarga figuró una partida procedente de Las Palmas que decía: “una jaula cigüeña 35 kilos”. Entonces se redactaba un documento: “licencia de alijo” sobre el cual el Sr. Administrador decretaba si las mercancías debían despacharse “sobre muelle” o en “almacén”. Cuando vio que venía una cigüeña me dijo que llamase urgente al Sr. Alcaide (jefe del Almacén aduanero). El Sr. Administrador le dio órdenes: tenía que preparar un rincón cerrado del almacén para poder sacar de la jaula a la cigüeña, pues posiblemente vendría muy cansada, ponerle agua y averiguar qué suelen comer las cigüeñas y ponerle dicha comida. El Sr. Alcaide salió preocupadísimo por la responsabilidad que le había caído...
Para ganar tiempo el Administrador me ordenó que yo mismo hiciera el traslado desde el muelle hasta el Almacén de la Aduana. No creía necesario que me acompañase el Resguardo. Me fui al Bar Calabuig, donde se reunían todos los motocarros cuando no tenían trabajo. Cogí uno que conocía de otras veces y nos fuimos al Almacén 6 a recoger la cigüeña. Pregunté por “Pepet”, que era el encargado de las descargas. Le dije lo que venía a recoger de parte de la Aduana. Se sonrió un poco y me acompañó para entregarme “una jaula cigüeña 35 kilos” que resultó ser “una jaula cigüeñal 35 kilos”, correspondiente a un motor que mandaban desde Las Palmas para reparar en Valencia. Me quedé asombrado.
Volví a la Aduana y se lo expliqué al Sr. Administrador, que montó en cólera. Yo todo era decirle que el consignatario del buque en Las Palmas había cometido un simple error mecanográfico al omitir una “l”, pero el Sr. Administrador seguía muy cabreado. Informó y propuso a la Dirección General de Aduanas de Madrid una multa al consignatario de Las Palmas, que estoy seguro se llevó a cabo por la de veces que me llamaron desde Las Palmas sobre este tema.
Muchas veces una simple letra, lo cambia todo...
El único que se alegró fue el Sr. Alcaide del almacén aduanero.
Siendo ya Consignatario de Buques conseguimos la concesión de todo el Transversal de Poniente incluido el almacén número seis en dura competencia con una firma que tenía la central en Málaga con delegación en Valencia.
Cuando conseguimos la concesión lo primero que hicimos fue organizarla eficazmente para aumentar la productividad en las operaciones portuarias.
En aquel entonces, los portuarios trabajaban a fuerza física. En las operaciones de embarque utilizaban unos carretones que se cargaban con las “zarandas” las cuales habían sido cargadas bulto a bulto de la pila. Un portuario llevaba las barras del carretón y dos empujaban por detrás. En la descarga se hacía a la inversa.
El perro conocía y cumplimentaba perfectamente nueve ordenes, pero en alemán. Las teníamos por escrito
En aquella época viajé bastante por Europa visitando armadores y puertos. En Róterdam observé que tenían unas máquinas elevadoras a motor que llevaban la carga del almacén al costado del buque para izarla a bordo y viceversa en la descarga. Me fijé mucho cómo trabajaban y tan pronto volví a Valencia me preocupé del tema. Encontré una única casa que tenía algo parecido: Fenwick Barcelona. Les compré una máquina elevadora de dos toneladas y media de fuerza ascensional y pedí que me la entregasen en el Almacén número 6. En aquel entonces la Junta de Obras del Puerto era quien hacía las operaciones de embarque. Su capataz general creo recordar que se llamaba Rafael. Vino a nuestra concesión para ver la “máquina”. Me dijo que solo servía para apilar o desapilar.
Yo le dije que también era muy capaz, cuando tomase la “zaranda” o palés cargados de la pila, de llevarlos al costado del buque para ahorrar esfuerzo físico a los portuarios. No convencí mucho a Rafael, pero los portuarios que seguían el tema con mucho interés se pusieron de mi parte. Al poco tiempo, la Junta de Obras del Puerto compró una flota de elevadoras Fenwick y desaparecieron del puerto los malditos carretones a tracción humana.
En la época del gran director del puerto don José Luis Vilar, recuerdo que yo viajaba mucho a Barcelona en avión. Observé que sobre todo a la vuelta, al perder altura en busca de Manises, se pasaba por encima del puerto a no mucha altura y velocidad. Eran aviones a hélice. Nuestra concesión del Transversal de Poniente y el Almacén número 6 se veían muy bien. Pensé que pintar sobre el techo del almacén número 6 en negro con letras grandes “ROCA MONZO S.A.” sería una buena propaganda estática de nuestra empresa. Me fui a hablar con el director don José Luis Vilar. Me escuchó con su proverbial educación y atención. Le expuse mi idea, que no le desagradó, aunque me pidió que se lo pidiera por escrito. Así lo hice y me contestó accediendo a mi petición, condicionado a que todos los gastos fueran por cuenta de mi empresa.
Rotulamos “ROCA MONZO S.A.” con enormes letras negras sobre los dos tejados, uno mirando a Levante y otro a Poniente.
En aquel entonces la Junta de Obras del Puerto tenía unas dependencias separadas para los servicios marítimos de Comisaría. Estaba a su cargo un ingeniero de Explotación, la antítesis del director. Un día me llamó este ingeniero con carácter de urgencia. Me presenté en su despacho y sin mediar palabra me dijo que tenía 48 horas para borrar los dos rótulos que “sin permiso de él” habíamos pintado en los dos tejados del Almacén 6. Cuando se calmó un poco le dije que no borraba esos anuncios pues yo había pedido permiso y se me había concedido. Me dijo que no lo creía, que se lo demostrase. Fui a mi despacho y volví con la autorización del director. La leyó muy detenidamente y al final me dijo que, si su director lo había autorizado, él lo tenía que aceptar...
Los robos en todo el puerto constituían un problema. Nosotros teníamos guardián las 24 horas con tres personas de nuestra empresa en turnos de ocho horas. Eran tres eficaces hermanos: Agustín, Cándido y Jesús Clemente. Jesús era tartamudo. En mi afán de dar mayor seguridad a la mercancía, pensé que estos tres vigilantes estarían mejor apoyados si tuviésemos un buen perro guardián.
Averigüé que ¿Nacho? Rincón de Arellano tenía mucha afición a los perros y por tanto sabía mucho de ellos. Tuve varias entrevistas con él. Me hizo muchas preguntas sobre el tipo de perro que yo quería. Yo le pedí que fuera un perro guardián, pastor alemán, de gran tamaño, etc.
Él hacía continuos viajes a Alemania y me dijo que se podía ocupar del tema, pero necesitaba varios meses pues prefería que todo el adiestramiento se hiciera en Alemania. Así lo hicimos. Él trajo al joven perro en su propio coche hasta el Almacén número 6. Me llamaron para que fuera a ver el perro.
Me quedé impresionado. Era muy joven pero ya muy grande. Rincón de Arellano nos dio una exhibición. El perro conocía y cumplimentaba perfectamente nueve ordenes, pero en alemán. Las teníamos por escrito. Cándido y yo quedamos entusiasmados. El perro cuando te miraba atentamente quería adivinar anticipadamente lo que le querías pedir. El perro se hizo muy famoso en todo el puerto.
Un día visité al director del Puerto para varios asuntos. Me dijo que quería ir a nuestra concesión, pues había recibido muy buenas referencias en cuanto seguridad, limpieza, ordenamiento de las pilas de mercancías por destinos, más el famoso perro del que tanto le habían hablado. Me dijo si podíamos ir en aquel momento. Naturalmente nos fuimos enseguida. Creo que quedó muy satisfecho de todo lo que vio. Al final me preguntó por el perro. Mandé que lo trajera el guardián, que resultó ser Jesús ese día. Quisimos hacer una exhibición ante el director, pero las órdenes que le daba en “alemán” tartamudeando Jesús volvieron loco al perro, que no entendía nada...
Don José Luis Vilar, como siempre muy amable, me dijo que había quedado muy satisfecho de la visita a nuestra concesión, sobre todo de la limpieza y organización, perro incluido.