Soy muy fan de una frase incluida en el cuestionario dirigido a las autoridades portuarias dentro del proceso de elaboración del nuevo Marco Estratégico del Sistema Portuario Español. Dice así: “La experiencia indica que subyace en España una rivalidad casi ancestral entre localidades próximas”.
Esta rotunda afirmación, que pretende enmarcar el debate sobre la contraposición entre competencia y colaboración entre puertos no sé muy bien hasta qué punto es adanismo o degeneración, hasta cuánto tiene de determinismo o de evolución, en definitiva, si esto es el destino o es la guinda a nuestra particular condena.
Por ser un poco más claro y quitarle poesía al tema: ¿Ustedes creen que los españoles llevamos el cainismo en la sangre o nos hemos encargado de crearlo y, con los años, cultivarlo?
Y en cualquier caso, sea o no genético, sea o no consustancial a nuestra condición humana de españoles, ¿se puede soslayar, o incluso superar, o todo debe estar sometido a esta realidad?
Por último, ¿somos acaso los españoles diferentes a los húngaros, los tanzanos o los guatemaltecos? ¿Acaso las rivalidades entre localidades son sólo ancestrales en España o se dan en cualquier otra parte del mundo?
Piensen por un momento cuántas veces recurrimos en este país a esa “ancestral rivalidad” como una causa de tantos males que afloran. En el mismo cuestionario se observa que esta es en el fondo la causa que determina tantas rigideces del sistema portuario.
Porque lo ideal puede ser muy evidente, pero claro, ¿qué podemos hacer si estamos frente a esta ancestral rivalidad? ¿Cómo podemos derribar estos gigantes, si los molinos son ni más ni menos que “ancestrales”?
Es más, nos situamos de partida en el callejón sin salida de A odia a B y B odia aún más si cabe a A porque A odia a B porque B odia a A. Se odian, y punto. Por tanto: primero de todo, una autoridad portuaria para cada uno; segundo, autonomía de gestión para cada uno; tercero, igualdad de oportunidades para cada uno; cuarto, gestión pública descentralizada para atender a cada localidad; y quinto, naturalmente evolución dispar en el mercado, lo cual ¿saben lo que genera? Más “odio”.
Claro que, ¿y si en vez de conceptuar la rivalidad como una causa de todos nuestros males, reparásemos en que, en verdad, no es más que una consecuencia de actitudes estas sí consustanciales al ser humano como el egoísmo, la envidia, la desconfianza o la inseguridad? ¿Y si además no fuera más que un engendro alimentado por un conjunto de decisiones que a su vez emanan de otra tanda de actitudes tanto o más consustanciales como el miedo, la cobardía o la dejadez?
Lo digo porque disparar contra la rivalidad ancestral es darse de cabezazos contra un muro. Ahora bien, actuar con justicia y con equilibrio y disparar contra la envidia y contra el egoísmo no es más que enarbolar con eficacia la bandera del INTERÉS GENERAL.
Me da igual si Dios nos hizo lobos para el hombre o hermanitas de la caridad, pero lo cierto es que no se puede gestionar ni una localidad, ni una provincia, ni una comunidad autónoma ni un país como España si no es desde el interés general. Y aquí hay que arremangarse y priorizar en base a los intereses de los del regadío y, ojo, también de los del secano, para, en este caso, tener los mejores puertos para todos los ciudadanos con la mayor variedad y el mayor número de alternativas posibles y rentables.
Y sí, a veces habrá que sacar las tijeras y el pegamento, incluso la goma de borrar, pero esto es la esencia del interés general, medicina contra la rivalidad desde la generosidad y, claro, con valentía, la misma o la que asfixia el rédito electoral.