A lo largo de mis 77 años en el puerto me han ocurrido muchas anécdotas.
Hace muchos años, cuando se importaban troncos de diversos puertos del Golfo de Guinea, esperábamos un buque completo de troncos desde Abidjan (Costa del Marfíl) a Valencia que tuvo mal tiempo durante el viaje. Faltando poco para llegar, el capitán nos mandó un telegrama con su último ETA a las 02:30 horas, pero indicando que el consignatario estuviese en el muelle personalmente. Le contesté que yo siempre iba a esperar a los barcos y que nos veríamos a bordo. Mientras atracó el barco en el Espigón del Turia lado norte, se nos hicieron las 03:30 horas. Subí a bordo. El capitán me recibió en una cámara grande, pero con poca iluminación. Estaba nervioso. Cuando terminamos el papeleo me llevó a un rincón y me dijo: “Mire, está muy enfermo. Necesito que venga un veterinario inmediatamente”. Me esforcé en mirar y, efectivamente, había allí un bulto negro muy grande inmóvil.
“Ya he terminado. No se puede hacer más”
El capitán insistió en que quería un veterinario inmediatamente. Le dije que quizás podría encontrar alguno, pero por la mañana. El capitán se puso mucho más nervioso. Entonces recordé que en la avenida del Puerto, cerca del cruce con Cardenal Benlloch, había visto una clínica veterinaria. Para ver si se calmaba, le dije al capitán que iba a ver dicha clínica, pero sin esperanzas. El capitán me dijo que esperaba mi regreso. Me fui a la clínica, que estaba naturalmente cerrada, pero descubrí que había un cartel que decía “para urgencias” y daba un número de teléfono. Muy cerca en Cardenal Benlloch había una cabina de teléfonos. Luego de echar la moneda, empezó a sonar la llamada. No había contestación. A la tercera vez, me contestó una voz somnolienta. Le expliqué lo que me sucedía y muy amablemente me dijo: “Vaya usted a por el perro y me lo trae a la clínica que yo ya estaré allí esperándole”. Volví a bordo, el capitán me estaba esperando. Le conté todo. Resucitó. Buscó dos marineros que con una lona bajaron el enorme perro a mi modesto R 8. Lo pusimos en el asiento de detrás, que lo ocupaba totalmente. Estaba como muerto, inconsciente. El capitán me dijo que quería venirse. Se sentó a mi lado y nos fuimos a la clínica. Al llegar vi con satisfacción que había luz. Entre los tres bajamos al perro envuelto en la lona hasta una mesa camilla interior. Observé con satisfacción que el veterinario hablaba inglés. Yo me quedé en una sala de espera. Tardaron bastante.
Al final salió el veterinario y me dijo: “Ya he terminado. No se puede hacer más”. Volvimos a cargar el enorme e inerte perro en mi coche. Luego, los dos marineros se las arreglaron para subir el perro a bordo.
Yo me fui a casa a descansar. Eran casi las cinco de la mañana. Volví a bordo sobre las nueve. La operación de descarga ya había comenzado. Estábamos destrincando la cubertada. Entré en la oscura cámara donde estaba el capitán y el enorme perro se me echó cariñosamente. Se paseaba por la cámara moviendo el rabo. El capitán lo llamó. Era el hombre más feliz del mundo. Enseguida me dijo que fuera al veterinario porque quería saber lo que había tenido el perro. Le dije que yo tenía que estar todo el día en el muelle y que a última hora de camino a casa podría pasar por el veterinario, antes no. Así lo hice.
El veterinario dejó a una señora que llevaba un gato y me atendió a mí muy amable. Le dije que el capitán quería saber lo que había tenido el perro. Se aseguró que la señora del gato no podía escucharnos y me dijo: “¡Coño!, el perro no tenía nada. Simplemente estaba mareado del barco. Le puse una inyección y le di unas pastillas inocuas, pero a ver cómo se lo explica usted ahora al capitán, pues le cobré una muy buena factura y además en dólares”.
Al día siguiente a bordo tuve que hacer filigranas para explicarle al capitán lo inexplicable...