A los suricatas como servidor deberían siempre ponernos silla y mesa en el estrado de todo acto. No hace falta más que habilitar un pequeño rincón, pero siempre desde esa atalaya desde la que se divisan mucho más que los conceptos que expone el orador, porque la realidad no es sólo el emisor, sino también el receptor.
Es más, nos pasamos la vida diseccionando lo que se dice, cómo se dice y quién lo dice, mientras se nos escapa de rositas toda esa marabunta de asistentes capaces de contar tantísimas cosas con gestos a menudo indisimulables. No es ya sólo poder hablar del que bosteza o duerme, del que asiente y casi aplaude con la mirada, el que raja con el de al lado o revienta por dentro por no poder comentarlo; está el que sale y entra, el que entra y sale, el que solo mira el teléfono, el que incluso habla por teléfono, y los que, esto es ya para nota, cuando acaba la jornada se ponen en pie y, al unísono desde distintos puntos de la sala, no solo uno, sino varios, como a servidor le pasó ayer mismo, se ponen a hacer estiramientos, de brazos, de lumbares, de gemelos, como si la mesa redonda fuera correrse unos cuantos kilómetros. Eso es haber vivido la jornada con pasión... o que las sillas son incómodas.