Hay una frase que se me quedó grabada a fuego en una de aquellas clases de la asignatura de Historia del Pensamiento Político en 1º de Periodismo, y que me viene siempre a la cabeza cuando trato de encontrar una explicación medianamente coherente, mínimamente lógica, al proceder de tantos administradores de la res pública cuando de decidir el destino del dinero de todos se trata. La frase es aquella que dice que “la política es el arte de hacer posible lo necesario”.
Hay que reconocer que la frase, atribuida a Aristóteles, la he escuchado también en la barra de un bar, aunque no encuentro una definición para la política mejor que ésta. La clave está en identificar qué es aquello necesario que el arte de la política debe hacer posible. Ahí está el gran quilombo. Decidir si es necesario subir el Salario Mínimo Interprofesional o no; afrontar una reforma fiscal o no; topar el alquiler de la vivienda o no; imponer peajes en las autovías o no... Ahí es donde los políticos, los “artistas”, por aquello de que la política es un arte en el concepto aristotélico, deben acertar con las mejores propuestas y decisiones.
De lo contrario, la vida estaría regida por flemáticos tecnócratas, aunque no descarto que, algún día, la Inteligencia Artificial acabe dando un golpe de estado y nos conduzca a un “mundo feliz”, a un estado de comodidad pragmática, como describía Huxley en su novela, en el que el control del Estado y la deshumanización de la tecnología se den la mano. El caso es que, a pesar de que lo que se dice por ahí, resulta que los políticos también saben hacer sus deberes, que en gran medida consisten en repartir el dinero público. Y resulta también que en ese reparto, muy a menudo sí se tienen en cuenta las necesidades reales de las empresas y ciudadanos. Y es cierto también que, con frecuencia, se consignan en los Presupuestos importantes cantidades que acaban en el limbo, sin gastar, desatendiendo así los fines a los que estaban destinados.
La ejecución presupuestaria muestra que prestaciones como el Ingreso Mínimo Vital, el bono social, o el cheque de 200 euros para personas con bajos ingresos se quedan, en el mejor de los casos, a medias, como revela un análisis de Civio. Caso similar ocurre con la ayudas a la modernización y digitalización de las empresas de transporte, con el “Cheque Moderniza” y 110 millones de euros disponibles desde mediados de pasado año hasta el próximo 30 de junio. Las ayudas pueden destinarse a implantar soluciones digitales como el e-CMR, la actualización de los sistemas de gestión a la explotación de las empresas, la implantación de sistemas ERP o el nuevo tacógrafo inteligente.
Sin embargo, según el Ministerio de Transportes, hasta marzo sólo se había solicitado el 15% del total presupuestado de media en toda España. La pasada semana, la Diputación Foral de Bizkaia celebró una jornada sobre soluciones de digitalización en transporte en la que la presidenta de Asetrabi, Sonia García, dio con la que parece ser la clave de tal desatino que impide ejercer a la política su labor de hacer posible lo necesario.
Por una parte, sigue habiendo muchas empresas de transporte “muy verdes” en temas de digitalización y dicho proceso “no se debería empezar por el eslabón más débil”. Por otro, la pesada burocracia. Los trámites para solicitar las ayudas son lentos, complejos y disuasorios para los potenciales beneficiarios. Si nada ni nadie lo remedia, de los 110 millones de euros destinados a la digitalización del transporte, una gran parte quedará desaprovechada. El sector, que siempre reclama una mayor atención a la Administración, no puede permitírselo, y ésta debe reflexionar sobre los motivos de tal fracaso. Es el arte de la política: de lo posible y de lo necesario.