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Disparen al pianista

La inmigración  ilegal es un problema. Con muchas aristas. En Europa, por situarlo  en un contexto cercano, la inmigración ilegal lleva siendo  un problema, social, geopolítico, económico, legal, administrativo,  ético... durante muchos años.  A pesar de que el problema ha cobrado un mayor perfil en la agenda política y a pesar también de la introducción de cierta legislación y  de los esfuerzos de las distintas Administraciones por controlarlo, la terca realidad nos enfrenta cara a cara, día tras día, con el mismo problema. Aunque no lo queramos ver.  Porque aun cuando no se visibilice, el problema sigue existiendo.

  • Última actualización
    04 marzo 2019 17:52

Todos recordamos la crisis humanitaria de Calais de 2015, un año que fue testigo de una escalada sin precedentes de este problema, con más de 37.000 intentos registrados por parte de inmigrantes de atravesar ilegalmente el Canal de la Mancha con destino a Reino Unido. De aquella crisis humanitaria casi no nos alcanzan ya sus ecos, debilitados ante el apagón informativo que afecta actualmente al conficto de Siria. 

El caso es que la inmigración, en este caso la ilegal, adquiere múltiples formas  y tiene sus propias causas. Unas veces justificadas y justificables. Otras, no. Pero no es este el lugar donde emitir juicios o impartir lecciones de ética. Nada más lejos del propósito de esta columna. Por ello, seamos materialistas (no precisamente en el sentido filosófico), y llevemos el problema a nuestro terreno,  a la realidad de nuestros puertos y terminales, a ese espacio que hace también de frontera  y en el que en aras de la Seguridad, el acceso está únicamente permitido a las personas autorizadas.

En estos recintos sólo está permitido el acceso a quienes han sido previamente autorizados. No sólo con el fin de garantizar la seguridad e integridad de las personas, que efectivamente es el objetivo principal, sino también la seguridad e integridad de las mercancías, que al fin y al cabo son la materia prima con la que trabajan los puertos y con la que se alimentan las empresas que participan en la cadena logística. En este sentido, la simple acción de romper el precinto de un contenedor pone inmediatamente en tela de juicio tanto la integridad de la cadena de suministro como de la propia carga que contiene en su interior. Y desafortunadamente, en muchos casos, la rotura de un precinto puede ser solo el comienzo de un proceso de reclamación de daños que sólo acaba solventándose en los tribunales. 

El caso de los jóvenes albaneses que tratan de acceder a Reino Unido a través de los puertos  de Santander y Bilbao no es en absoluto un problema humanitario. Les aseguro, por propia experiencia, que Albania es un país modesto pero donde no se pasa hambre; una república democrática parlamentaria en la que hace más de tres décadas que ya no gobierna el tirano Enver Hoxha; un país donde puede decirse que la libertad existe pero que, sin embargo,  exporta emigración ilegal organizada por mafias hacia Reino Unido.

Poco ayuda la caridad mal entendida de organizaciones civiles locales que prestan apoyo a estos jóvenes que con sus actuaciones cometen no sólo una infracción, ya que el acceso irregular al recinto portuario está   tipificado como falta y no como delito, sino que también dañan a las mercancías y con ello causan serios perjuicios a operadores y cargadores. 

Seguramente, estos operadores y cargadores no necesitan confrontarse con esta realidad en los medios de comunicación para darse cuenta de algo que ya sufren en primera persona.  No sería solución  para la inmigración ilegal que Gloria Serra y su Equipo de Investigación de la Sexta lo denunciaran en un reportaje.  Como tampoco lo sería disparar al pianista, aunque toque la partitura con todas sus notas pero en el Saloon equivocado.