Analizaba detenidamente la infografía incluida en el magnífico reportaje de Miguel Jiménez publicado ayer por este Diario, en el que se analiza la “longevidad” en la presidencia de las diferentes autoridades portuarias españolas, y no he podido pensar otra cosa que en la dificultad que entraña este cargo, si es que se quieren hacer las cosas bien, claro.
El primer escollo, si es que no se llega aprendido a la presidencia (que suele ser lo normal), es adentrarse en el funcionamiento de este magnífico y loco mundo de la logística marítimo-portuaria.
Al mismo tiempo, es necesario conocer la casa por dentro: sus vicios, sus virtudes, sus defectos, sus rutinas... y sus personas. No hay que olvidar que en definitiva las Autoridades Portuarias son grandes empresas que deben, o deberían, gestionarse como tal.
Sin tiempo para el descanso, la presidenta o presidente debe integrarse en la comunidad portuaria, conocer a empresas y a personas y asimilar el peso específico de cada colectivo en el engranaje logístico; como también tiene que comprender la importancia del puerto para la sociedad a la que sirve y comenzar a actuar sin dejar de lado todos esos intereses, tan variados y numerosos.
Por supuesto, las autoridades portuarias tienen que vivir en permanente relación (o roce) con los poderes locales y autonómicos que, aunque tienen limitada su capacidad de intervención, pretenden tener siempre su voz un poco más alta que los demás. Y ya saben que el roce hace el cariño, pero también la herida.
Por si no fuera poco, las autoridades portuarias se integran en un sistema un tanto más complejo canalizado a través de un organismo público que, a su vez, depende de una cartera ministerial y, por lo tanto, de un gobierno con fecha de caducidad.
Lamentablemente, se trata de un cargo que no sólo está sujeto a lo acertado de la gestión, sino que en la mayor parte de los casos está sometido a unas variables que poco o nada tienen que ver con la realidad portuaria. Cuando te quieres dar cuenta, cuando crees que lo dominas casi todo, es momento de dejar el cargo... y volvemos a empezar.
Estoy convencido de que presidir una autoridad portuaria, y hacerlo bien, es una tarea reservada a pocas personas, tanto por la complejidad que conlleva, como por los conocimientos que hay que poseer y desarrollar
Esa misma forma de organizar el sistema es su forma máxima de perversión. Me explico: estoy convencido de que presidir una autoridad portuaria, y hacerlo bien, es una tarea reservada a pocas personas, tanto por la complejidad que conlleva, como por los conocimientos que hay que poseer y desarrollar (economía, gestión empresarial, recursos humanos, relaciones sociales e institucionales, planificación, política de alto nivel, política de bajo perfil, comunicación...). Encontrar a una persona que dé la talla es tan complicado que deberíamos salvaguardar su perdurabilidad en el cargo por encima de otras consideraciones.
Como todos aprenden pronto, un puerto no es más que una herramienta al servicio de la sociedad, por lo que debemos hacer lo posible para que esa herramienta se encuentre en todo momento engrasada y a pleno rendimiento.
Seguimos pensando que determinados cargos deberían estar blindados a los vaivenes del egoísmo político, pero me temo que esto sería tan complicado como lograr un pacto de Estado por la educación, la sanidad o la cultura. ¿Necesario? Totalmente. ¿Posible? A los hechos me remito.
Por cierto, no se pierdan en los próximos días la segunda entrega del reportaje de Miguel Jiménez sobre las presidencias de las autoridades portuarias. Ahí lo dejo.