Hubo un tiempo en el que para hacer periodismo no había más remedio que estar presente, en cuerpo y alma, en el lugar donde se producían los hechos.
Hubo un tiempo en el que para hacer periodismo no había más remedio que estar presente, en cuerpo y alma, en el lugar donde se producían los hechos. Eran épocas en las que, ante la imposibilidad de dar con las fuentes directas por otro medio que no fuera el contacto personal, era absolutamente fundamental estar, llegar de los primeros -los primeros a ser posible- y marcharse de los últimos -los últimos a ser posible-.
Todo evoluciona, y sería de tontos no aprovechar las muchas bondades que la tecnología nos ha traído, pero pasar del todo a la nada no debería estar justificado en modo alguno, por lo menos en el ámbito del periodismo.
Siempre he defendido que no se puede caer en la despersonalización del periodismo porque las personas siguen siendo protagonistas absolutas de todo cuanto acontece. Por ejemplo, hablar de la estiba en sentido genérico, normativo y existencial está muy bien, pero es necesario bajar a la arena y hablar de las personas que están detrás de unos y de otros, porque sólo así seremos capaces de entender gran parte del problema... y hallar la solución.
La dichosa pandemia nos ha obligado a convivir con el teletrabajo y la virtualidad. He de reconocer que los hay que se encuentran como pez en el agua restringiendo al máximo su ya de por sí escasa sociabilidad, pero otros muchos nos seguimos negando a pensar que todo puede ser sustituido por una webcam.
No les negaré que en más de una ocasión he asistido a una rueda de prensa con el único propósito de encontrarme a una persona en concreto, sin importarme un comino el asunto de la convocatoria, pero con la imperiosa necesidad de forzar ese encuentro para seguir con mi trabajo periodístico, pulsando la actualidad directamente a través de sus protagonistas.
Si tienen claro que no todo el mundo puede ser considerado agente de aduanas, transitario, operador logístico, estibador, transportista… también nosotros tenemos derecho a llamar a cada cosa por su nombre
Es imposible describir los minutos posteriores a un terrible accidente en un muelle, o hablar de la importancia de las medidas de seguridad en puerto, si no has estado a escasos metros de la riba observando las caras desencajadas de angustia de decenas de estibadores que con insistencia recurren al móvil para anunciar a sus allegados que están bien, de milagro, pero bien.
Es materialmente imposible captar actitudes, nerviosismos, acercamientos forzados, negaciones, miradas cautivas y hasta tensiones no resueltas si no te adentras en esa maraña de personalismos que encontramos en una presentación, un cóctel o un evento de cualquier tipo frecuentado por decenas de profesionales, amigos y competencia, todo mezclado.
Y también veo muy complicado saber cuánto esfuerzo y dedicación hay detrás de cada convocatoria, si no estás presente y observando cuánto y cuánto sufren las personas que se han encargado minuciosamente de que todo salga a la perfección.
Todas estas pequeñas cosas, y otras muchas más que no me cabrían en esta columna, son las que acaban por dignificar a un periodista y son las que establecen una clara línea de separación entre un medio de comunicación con un evidente valor añadido y un contenedor impersonal de noticias movido exclusivamente por unos fines lucrativos a cambio de ¿nada?
Si ustedes tienen claro que no todo el mundo puede ser considerado agente de aduanas, transitario, operador logístico, estibador, transportista… también nosotros tenemos derecho a llamar a cada cosa por su nombre. Primero está el periodismo y los medios de comunicación; y luego, el abismo; pero no llamen periodista a quien no lo es, ni ejerce, ni tiene la más mínima intención de hacerlo. Eso tiene otro nombre.