Hará como unos siete años, en la semana previa a la Navidad, caminaba por la calle Ponzano, en las proximidades de las oficinas en Madrid de Grupo Diario, cuando a mis espaldas escuché que alguien gritaba mi nombre.
-¡Miguel! ¡Miguel!
Me giré y vi cómo en la esquina contraria permanecía abierta la puerta de un bar y de ella salía a la carrera una mujer que, apresurándose hacia mí, seguía gritando mi nombre con una inmensa y afable sonrisa en el rostro.
-¡Miguel! ¡Miguel!
Fruto de mi incipiente miopía y, sobre todo, fruto del desconcierto, no terminaba de atinar con quién era aquella mujer, si realmente se dirigía a mí y, en tal caso, quién podía ser para saludarme con tan incontenible entusiasmo.
-Miguééél -terminó de gritar con cierta incredulidad y énfasis en las “es”, al percatarse de que servidor seguía en la inopia. Ahora bien, fue al pronunciar la segunda “e” que recuperó su faz habitual y desperté de golpe para reconocerla de inmediato.
-¡Qué tal! -acerté a responder sin saber muy bien si darle dos besos, la mano, un abrazo o exactamente qué.
-Pues estupendamente y qué alegría y qué bueno verte -me respondió la directora de Comunicación del Ministerio, la misma que durante años venía tratándome sin excepción con manifiesta displicencia, es decir, con indiferente desagrado o con desagradable indiferencia, acto tras acto, rueda de prensa tras rueda de prensa.
-Pues sí, qué alegría -balbucí sin ser capaz de salir del ojiplatismo y a la espera de que resplandecieran las razones de tan incontrolable impulso.
-Es que estamos ahí dentro con el ministro, de copichuela de Navidad, y al verte pasar por el cristal me he acordado de todo lo que tenemos pendiente y que a ver si le damos salida, porque ya sabes que os tenemos muy pero que muy en cuenta -me contestó con inusitada afabilidad, mientras yo recordaba las miles de peticiones de entrevistas, preguntas y propuestas de Diario del Puerto que debía tener amontonadas desde hacía años al fondo de su papelera.