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El cese, La Malcriada y los parecidos razonables

  • Última actualización
    08 noviembre 2023 05:20

Hará como unos siete años, en la semana previa a la Navidad, caminaba por la calle Ponzano, en las proximidades de las oficinas en Madrid de Grupo Diario, cuando a mis espaldas escuché que alguien gritaba mi nombre.

-¡Miguel! ¡Miguel!

Me giré y vi cómo en la esquina contraria permanecía abierta la puerta de un bar y de ella salía a la carrera una mujer que, apresurándose hacia mí, seguía gritando mi nombre con una inmensa y afable sonrisa en el rostro.

-¡Miguel! ¡Miguel!

Fruto de mi incipiente miopía y, sobre todo, fruto del desconcierto, no terminaba de atinar con quién era aquella mujer, si realmente se dirigía a mí y, en tal caso, quién podía ser para saludarme con tan incontenible entusiasmo.

-Miguééél -terminó de gritar con cierta incredulidad y énfasis en las “es”, al percatarse de que servidor seguía en la inopia. Ahora bien, fue al pronunciar la segunda “e” que recuperó su faz habitual y desperté de golpe para reconocerla de inmediato.

-¡Qué tal! -acerté a responder sin saber muy bien si darle dos besos, la mano, un abrazo o exactamente qué.

-Pues estupendamente y qué alegría y qué bueno verte -me respondió la directora de Comunicación del Ministerio, la misma que durante años venía tratándome sin excepción con manifiesta displicencia, es decir, con indiferente desagrado o con desagradable indiferencia, acto tras acto, rueda de prensa tras rueda de prensa.

-Pues sí, qué alegría -balbucí sin ser capaz de salir del ojiplatismo y a la espera de que resplandecieran las razones de tan incontrolable impulso.

-Es que estamos ahí dentro con el ministro, de copichuela de Navidad, y al verte pasar por el cristal me he acordado de todo lo que tenemos pendiente y que a ver si le damos salida, porque ya sabes que os tenemos muy pero que muy en cuenta -me contestó con inusitada afabilidad, mientras yo recordaba las miles de peticiones de entrevistas, preguntas y propuestas de Diario del Puerto que debía tener amontonadas desde hacía años al fondo de su papelera.

Al final frené, ante lo absurdo de querer colarme en el bar

-Genial, genial -seguí tartamudeando, convencido de lo que posteriormente sucedería: ni me volvió a llamar, ni cogió mis insistentes llamadas.

Con todo, lo más importante de aquella anécdota es que mientras ella regresaba, yo caminé por instinto un pequeño tramo a sus espaldas, en un impulso incontrolable, con la vista puesta en las cristaleras del bar y en la puerta que se abría y cerraba, con la esperanza de atisbar al ministro en pleno “momento Navidad”, como un mortal más celebrando las Fiestas entre vinos y tapas con sus colegas del trabajo.

Al final frené, sabedor de lo absurdo de colarme en el bar y me limité a alzar la vista para dejar grabado en mi memoria el nombre del local: La Malcriada. Años después, cuando empecé a escribir “El cese”, no pude evitar situar la primera escena del relato en ese bar, como si hubiera sido un portal interestelar de conexión entre el extraplanetario mundo de la política y el terrenal mundo real, como un habitáculo secreto que escondiera la obvia cotidianidad de quienes antes de ser políticos son siempre personas.

Cuando en su brillante presentación de mi novela el 26 de octubre el exsecretario de Estado Julio Gómez-Pomar quiso tirarme de la lengua refiriéndose a los parecidos razonables de la novela con la realidad, reparé en que prácticamente el único nombre real que hay en todo el relato es precisamente el del gastrobar La Malcriada, paradigma de la búsqueda por desnudar a los personajes hasta mostrarlos en su esencia emocional más íntima, construidos a partir de tantas personas conocidas y a partir de tantas y tan diversas peripecias vividas, hasta dibujar un universo donde sí, nada es real, pero todo ha sucedido. Les animo a descubrirlo.