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Elogio de lo efímero

Entre mis múltiples propósitos para el verano que ya se adivina a la vuelta de esta primavera colmada de urnas, escaños y promesas de todo tipo, incluida la que voy a formular en la siguiente línea, está el de leer a Thomas Mann. Así de pretencioso soy. Y de sincero. Han pasado  demasiados años desde que me enfrenté cara a cara a “La montaña mágica” y logré, siendo apenas un veinteañero,  encaramarme orgulloso a su cima, no sin gran esfuerzo.

  • Última actualización
    27 mayo 2019 17:21

Ahora que pasados los 50 las piernas comienzan ya a fallarme y que la vista, cansada, me pide una tregua que no le puedo conceder, es hora de enfrentarme nuevamente a otro reto literario de altura. Aunque esta vez no temo tanto a Thomas Mann y a su obra como a mí mismo,  a mi propia debilidad.

Su ensayo “Elogio de lo efímero” podría ser una buena piedra de toque para calibrar mis fuerzas. En una entrevista radiofónica realizada en 1952 al Premio Nobel de Literatura alemán, tres años antes de su muerte, Mann decía: “A la pregunta que me planteáis en relación con lo que yo creo, lo que sitúo en más alto lugar, os extrañaréis de oírme responder: es lo efímero. -¡Pero lo efímero es algo muy triste!-, objetaréis. No, os diría yo, es el alma del ser, es lo que confiere a toda vida un valor, una dignidad, un interés, porque es lo efímero lo que crea el tiempo, y el tiempo es, al menos en lo potencial, el don supremo, el más útil, emparentado por esencia e incluso idéntico a todo elemento creador y activo, a toda movilidad, a todo querer, a todo esfuerzo, a todo perfeccionamiento, a toda progresión hacia un plano más elevado y mejor”. 

Mann expresaba con estas palabras su elevado concepto de lo efímero, de lo transitorio y fugaz. Y yo, desde la fatuidad y ampulosidad de esta columna, reivindico también, a mi manera, lo efímero como una dimensión que nos enfrenta a nuestra propia condición humana. En esta borrachera filosófica estaba yo el pasado martes en la Feria de Bremen, apenas media hora antes de su apertura oficial, cuando, ensimismado en estos pseudopensamientos, observaba sin pestañear el trabajo  de los montadores que se afanaban en dar los últimos retoques a los stands de Breakbulk Europe. “Arquitectura efímera”, pensé. Apenas 48 horas después, como si una moviola a x48.000 hubiera pasado delante de mis ojos, allí seguía yo, observando a los mismos montadores (¿debería llamarles ahora desmontadores?) deshaciendo en apenas minutos lo que tantas horas les había costado construir. Como la vida misma. 

Es una lástima que la inmensa mayoría de los feriantes que conviven de 9.00 a 18.00 horas durante dos, tres o cuatro jornadas en ese decorado de “El Show de Truman”  en el que se convierten las ferias comerciales, no sean testigos de dos de sus momentos más significativos: el montaje y el desmontaje.

Lo que sucede entre ambos ya está escrito en el guión. Es lo previsible. Pero  al menos una vez en su vida, todos los profesionales logísticos que participan de una u otra forma en las ferias, debieran presenciar tanto el montaje como el desmontaje de sus propios stands. No sólo para disuadir a algunos de ellos, especialmente aquellos que cobran del erario público, de que hagan pellas el ultimo día, sino para que tomen también conciencia de que todo, todo, es efímero: nuestras empresas, nuestros  trabajos, nuestros cargos, nuestros compañeros, nuestros clientes, nuestros competidores, nuestras ambiciones... Elogio de lo efímero. Thomas Mann tenía razón. ¡Fatuo!