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En estos tiempos de...

Los centros neurálgicos de las grandes urbes turísticas mundiales son, cada vez más, parques temáticos concebidos por y para el visitante donde lo específico y genuino discurre no de forma autónoma, natural y autóctona, si no en función de los intereses de quien lo visita. Uno tiene la sensación a menudo de que todo lo que te rodea es un decorado repleto de actores que, al final, no responde a la realidad local sino al tópico que el visitante espera encontrar y, además, sin arriesgar.

  • Última actualización
    28 septiembre 2018 16:34

La rentabilidad es el principio fundamental y ofrecemos a la gente no lo que hay sino lo que quiere ver, lo que quiere hacer y lo que quiere comer, sin importarnos si las calles de Alemania están repletas de pizzerías porque nos basta con comer salchichas un día; si pervertimos la paella al gusto del consumidor con incluso más guisantes que granos de arroz; o si ponemos a bailar tangos entre asados a un sueco y a una india de Japón.Es la globalidad, dicen los cosmopolitas, es la riqueza de las culturas, dicen los que presumen de haber comido el mejor suhsi de su vida en Móstoles o la mejor pasta italiana en Casablanca.Con todo, el resultado es que hoy uno pasea por cualquier ciudad importante y, como no levantes la vista más allá de la segunda planta de los edificios, es imposible adivinar dónde estás. A lo largo de la calle, sea cual sea la ciudad, tienes uno tras otro un Zara, un McDonald’s, un Starbucks y así una retahíla de franquicias imprescindibles que convierten las aceras en insípidas fotocopias sólo alteradas porque, al fondo, acá se recorta una mole de metal que llaman la Torre Eiffel, allá un reloj denominado Big Ben o, al final, una aguja clavada en el cielo bautizada como Empire State. Y, eso sí, para disimular, en algún recóndito lugar le dejamos un huequito al conseguidor local de turno, es decir, ese establecimiento con sabor, mercantilizado, masificado y cumbre del topicazo regional que las franquicias no se atreven a devorar pues es el gancho que justifica toda la parafernalia.¿Y saben qué les digo? Que en los puertos poco a poco está terminando por suceder lo mismo. Uno empieza a mirar las fotos de las terminales portuarias y cada vez cuesta más distinguir si estás en Londres, Maputo o Panamá.Si quieren hacemos trampas y ampliamos el foco y, por la ubicación de la bocana y de las terminales competidoras e incluso por el color del mar, adivinamos en un instante el puerto y hasta si quieren el año en que se tomó la imagen. Pero si adoptamos el punto de vista general, sólo veremos los mismos muros de contenedores, con el mismo ajedrez de colores y navieras, con los mismos megabuques arrimados al cantil bajo las pórticos de los mismos proveedores y homogénea pintura en esta globalidad terminalística donde cuatro colosos se van a terminar por repartir el mercado, como cuatro colosos acabarán por dominar el sector naviero para, además, lograr que los clientes reciban lo que quieren, tal y como lo quieren y, sobre todo, como lo esperan recibir en un estándar consagrado al dios global y justificado por el bien supremo de la eficiencia y la calidad.¿Dónde quedará el sabor local? ¿A dónde huirá la idiosincrasia? ¿Quién añorará la especificidad connatural de un país, de una ciudad, de un puerto en particular entre tanta invasión del orbe multinacional?Ni siquiera los estibadores y cómo se estiba y desestiba podrán salvar su toque personal en un mercado que aspira a la total automatización de procesos y tareas.¿Lo echarán acaso de menos los marineros? Tampoco. Si apenas tienen tiempo ya casi de estar en puerto en estos tiempos de escalas frenéticas...