Mientras, la grandeza asalta los caminos de barro, revienta los carromatos de calabazas y ratones, con narices kilométricas y candados purpurados entre los latigazos hambrientos de los socorridos inocentes. Vinieron, llegaron y los corchos de las botellas siguieron apuntando a los jarrones, pues no valen para tapar agujeros negros ni en esta ni en ninguna galaxia, sin más fuerza que la tediosa soledad de lo que ya fue escrito, inamovible, incorregible, establecido. Los milagros, tal vez en el Vaticano. Sólo tal vez.Claro que los bacines nos coronan y las adargas nos encumbran en la majestad de nuestros mesones de lata, sumidos en el todo vale de la ensoñación y en la épica asegurada de esta iglesia de los molineros, donde todos son aspas afiladas, venenosas, deseadas y, sobre todo, evanescentes ante el mero trote de nuestros rocinantes, muertos de hambre por militancia y convicción. Comer es pecado en esta mortificación del ermitaño.¿Que a dónde vamos? Las cosas nunca son como fueron, sino como las recordamos, por eso lo importante no es cambiar el mundo sino contarlo, no es transformar la sociedad sino tuitearlo, no es regenerar el país sino debatirlo en los corrales digitales de las gallinas histriónicas y alabarderas, porque el rictus y las lanzas deben discurrir paralelos a la solemnidad con que redoblan los tambores del cambio. ¿Que hacia dónde? Nos lo contarán mañana.Por el camino el cielo se derrumba, manso, como se desnudan en otoño los plátanos de sombra, sin solidaridad con las ramas ateridas, y como se caen los discípulos de los caballos, sin reparación para los que asumieron que votar es callar durante los siguientes cuatro años.Y lo más adictivo es que este es el momento, el del olvido, el de la bruma, porque cuando de nuevo se abran las urnas todo estará ya borrado por la desidia o por la historia. “Labora con fruición en estos albores que nadie se acordará en los estertores”.Oteen las explanadas donde se arremolinan las hordas contra el despilfarro, palpen la tensión de las sogas que tiran de los cuellos de los ídolos del derroche y, cuando les quiebren las tibias y de esa revolución vean surgir al dios de la austeridad y la contención, queden pasmados ante el odio recrecido contra el mantra de “no gastar lo que no tienes”, de “no alimentar a la bestia del desahucio generalizado”. ¿Acaso lo entienden?Entre medias nos crucificamos como faquires, asaeteados a clavos ardiendo, torturados de autoengaño.Pero el algodón es el oráculo y no hay vértices en los círculos. ¿Ya no queremos ser austeros? Pues hay que seguir subiendo los impuestos. Aragón y Navarra ya han comenzado con el carburante y el céntimo sanitario, un cañonazo del 2% a la competitividad de la economía y de los ciudadanos. Tranquilos, pronto nos olvidaremos.