En nuestra infancia había dos maneras por parte de padres, madres, profesores y demás adultos con autoridad de taparnos la boca y cerrar el grifo de nuestros indignados y pueriles argumentos de protesta, reivindicación e indignación. Una era, claramente, la colleja, con todas sus vertientes, variables, metodologías e intensidades, más o menos pedagógicas. La otra era la frase, sí, esa sentencia contundente e impertinente que te espetaba el adulto y ante la que sabías que, tras ella, ya no cabía nada. Las madres eran un pozo sin fondo de esta tajante e irritante mano izquierda, de la que emanaban sentencias que iban desde la cultura popular, como aquella de las lentejas y si no las dejas, hasta el absurdo diccional "ni por favor, ni por favora", pasando por lo filosófico y metafísico. Entre estas últimas, cuántas veces el maestro de turno nos cazó de cháchara con el compañero del pupitre de al lado y, ante el más mínimo esbozo de excusa, nos espetó con desquiciante altanería: "Dos nos hablan si uno no quiere"... Y no había más que añadir.Hay que reconocer que a algunos o eran muy habladores de pequeños o los curas y las monjas les machacaron con la famosa frase de forma pertinaz pues, en su edad adulta, han elevado esta máxima a lo que ellos consideran virtud y la utilizan como arma estratégica a la par que arrojadiza toda vez que, lo que de pequeño era un defecto, o sea, hablar, en la edad adulta es una virtud, es decir, comunicarse, dialogar y, por ende, consensuar, pactar, en definitiva, convivir.Pero como también en la infancia nuestra tradición cristiana nos inculcó con condescendencia la figura de Pilatos, todo es importante en la vida pero, lo que más, sin duda, es saberse lavar bien las manos.La culpa siempre es del otro y si no hay pacto es que no hay voluntad de diálogo, por parte evidentemente del otro. Por otro lado, si lo que queremos es precisamente que no lo haya, el cura nos marcó claramente la senda del éxito en la infancia: mirar para otro lado porque, si uno no quiere, dos no hablan.Este análisis nunca es del todo justo porque no todas las partes siempre son igual de sinceras o de falsas, ni de transparentes o tramposas, ni aplican la misma intensidad en los objetivos, en definitiva, no siempre las partes tienen la misma cuota de responsabilidad en un fracaso.Ahora bien, la culpa sólo le importa a los culpables. Sólo a los mocosos que hablábamos en clase nos importaba quién era el verdadero responsable. Pero para el cura, fraile o monja que lo veía desde fuera, eso era lo de menos: tabla rasa y el fin, es decir, el silencio, por encima de todo.Pues bien, en un tema como el absoluto fracaso por el que discurre la negociación colectiva en el ámbito del transporte por carretera y los operadores logísticos yo estoy convencido de que un sindicato tiene mucha más responsabilidad que el otro y que una de las patronales tiene mucha más culpa que también la otra. Ahora bien, visto desde fuera no nos importan los culpables, lo de menos son los reproches, puñaladas dialécticas y demás atribuciones de responsabilidades y, por supuesto, nos tienen que entrar por un oído y salirnos por el otro las cansinas excusas, como a nuestros profesores de antaño.Ya está bien, como se vio el lunes en la jornada que celebró en Madrid UNO, de declaraciones de principios vacuas, de encastillamientos prepotentes y de fundamentos falaces porque, permítanme que lo diga, aquí no se trata de derechos ni valores. Si esto fuera lo que está sobre la mesa ya hace tiempo que habría acuerdo. Pero claro, si se antepone el orgullo y el corralito, todos gallos y los huevos pisoteados.