“Hacía siete años que el aserradero estaba allí y, dentro de otros siete, toda la región se encontraría talada. Entonces, una parte de la maquinaria y la mayoría de los hombres que la hacían funcionar, y que solo existían para ella o a causa de ella, serían cargados en vagones de mercancías y transportados a otro lugar”.
Esta es una de la primerísimas escenas de “Luz de agosto”, novela de William Faulkner, y una sencilla muestra de cómo la interacción entre pasajeros y mercancías ha tenido que ir confrontándose a lo largo de la historia del transporte al ritmo de la transformación social y económica. Apenas dos párrafos más adelante, Faulkner sigue dando en su descripción otras claves:
“Había una vía férrea y una estación por la que, una vez al día, pasaba un rugiente tren mixto. Se le podía detener con una bandera roja, pero casi siempre salía de las taladas colinas súbitamente, como una aparición, y, gimiendo igual que un alma en pena, cruzaba aquel modesto embrión de aldea, la perla olvidada de un collar roto”.
No se trata ahora de detenernos en cómo ha evolucionado cada modo con el paso de los siglos y cómo su propia interacción ha determinado el camino que pasajeros y mercancías han tomado por tierra, mar y aire.
En todo caso, merece la pena subrayar cómo el pragmatismo del “tráfico mixto” y el compartir espacios entre pasaje y carga está en la génesis de todos los modos, si bien, por ejemplo, la carretera evidenció desde el inicio su proverbial flexibilidad para que diligencias y carros tomaran caminos separados ante las escasas restricciones de la infraestructura y, eso sí, sin obviar las limitaciones de capacidad de las cuatro ruedas.
En el caso del ferrocarril las circunstancias fueron a la inversa. La capacidad que ofrecen los trenes impulsó el tráfico masivo de pasajeros y de mercancías y favoreció su segregación, proceso acelerado por la transformación social y por tantos episodios lamentables donde la “superposición” cuestionaba y cuestiona la dignidad humana.
Hablamos de un proceso histórico similar al vivido por el transporte marítimo con, eso sí, dos particularidades. En primer lugar, la aparición del avión condenó a la desaparición a las grandes rutas marítimas de pasaje transoceánicas, cuando ya se habían claramente diferenciado; y, en segundo lugar, el transporte marítimo de pasajeros (cruceros aparte) terminó concentrado en las rutas de corta distancia, atendidas por transbordadores donde ahí sí se ha mantenido el “tráfico mixto” basado, entre otras razones, en esa confluencia de los intereses “rodados” de pasajeros y carga.
Nadie vela por este progreso, dinamitado por la falta de sensibilidad ante unas necesidades logísticas claves para la competitividad de numerosas industrias
Ahora bien, en la actualidad, el modo en el que proporcionalmente y de una forma más evidente comparten espacio personas y mercancías es el aéreo, entre otras razones por ser el modo más joven y en este aspecto muy concreto tal vez el menos “evolucionado”, asistiendo eso sí en los últimos 30 años a una transformación en la que pasajeros, de la mano de las aerolíneas low cost, y carga, de la mano del e-commerce, han acelerado en la búsqueda de su propio espacio, y nunca mejor dicho porque el devenir nos demuestra que el nudo gordiano del divorcio amistoso entre pasajeros y mercancías siempre se dirime ante el juez de las infraestructuras.
Ya hemos dicho que la flexibilidad ha venido permitiendo eludir este problema en la carretera, pero, por ejemplo, es histórico el freno que siempre ha representado para el ferrocarril en España la coincidencia de unos y otros trenes en las mismas vías y la apuesta primordial de los últimos años por los apartaderos; y qué no decir en el transporte marítimo con los cruceros, pues si ya cuesta “encajarlos” al lado de las mercancías, cuánto más está costando “atracarlos” en las ciudades.
La experiencia nos demuestra lo fundamental de contar con infraestructuras y nodos de ruptura diferenciados y ahí volvemos otra vez al ámbito ferroviario, con estaciones y terminales por un lado, y con vías de alta velocidad por otro que han permitido el desarrollo de la carga en la red convencional y que sigamos dirimiendo en corredores como los transeuropeos las enormes dificultades para que trenes de pasajeros y trenes de mercancías compartan “hilos” en ancho UIC.
En el caso de los aeropuertos, la casi perfecta cohabitación histórica de mercancías y pasajeros, dado el carácter amable, limpio y limitado de la carga aérea, cortocircuita en los últimos tiempos porque aeropuertos como Madrid operan ya más del 40% de la carga en aviones cargueros puros, es decir, aviones diferenciados que requieren operativas específicas para un nuevo e ingente volumen de carga que está quedando desatendido porque Aena y los agentes handling de rampa se niegan a responder con agilidad a esta evolución natural y necesaria de la carga aérea y siguen empecinados en sus obsoletos procesos de antaño. Nadie vela por este progreso, dinamitado por la falta de sensibilidad ante unas necesidades logísticas claves para la competitividad de numerosas industrias. Es triste que nadie responda a este “rugiente” clamor de interés público.