Pareciera que hay muchos o demasiados medios de comunicación, conferencias, desayunos, almuerzos, jornadas, ferias, cursos. Y sin embargo, el ansia de saber no acaba de saciarse. De saber la verdad, digo.
Podemos estar encerrados toda una mañana en un hotel oyendo a este o a aquel experto, para acabar a veces marchándonos con esa sensación extraña de que no entendemos todo del todo. No es que seamos muy listos, yo al menos no lo soy, pero lo de no entender tanta y tanta explicación... tampoco lo entiendo. Los argumentos de los profesionales, los de los empresarios, los de los políticos, autoridades, taxista o transportistas, están bien, son muy santos y muy sabios, pero digamos que... incompletos. Por eso no nos cuadran, por eso no los entendemos, porque les falta algo. Les falta verdad. Cada cual cuenta, con vehemente insistencia, las razones que le acompañan. Y tratan de conseguir apoyos variados que consoliden su postura. Y cuentan las cosas una y otra vez, de mil formas, todas inexactas. Oímos el relato de los hechos basado en el envoltorio, en el titular. Y cuando bajan al detalle lo hacen con mentirijillas. De puntillas. Por eso, los que no queremos tener razón tanto como conocer la verdad, nos quedamos con la idea de que algo o todo no nos cuadra. Los medios de comunicación serios, que los hay, tenemos el hándicap de que somos caudal de información, no fuente. Hemos de cribar los datos que conseguimos para transmitir verdad día a día. Pero no hay otra si queremos evitar la transmisión parcial, el enfoque retorcido, el mensaje como herramienta flexible. Poner la transmisión de conceptos al servicio de un objetivo es algo que se extiende por todas partes y es la explicación de por qué los mensajes se han de repetir mil veces, como única vía de acercamiento a algo parecido a una verdad. Si explicas una postura o reivindicación y dices, un suponiéndonos, “vivo como Dios y quiero seguir llevándomelo crudo sea como sea”. O “no les mejoro la retribución a estos porque me encanta tener los beneficios máximos y un poco más cada día”. O “reconozco que este texto es mejorable, pero ahora no podemos meternos en líos, que faltan unos meses para las elecciones”. Y Punto. Y todo lo entenderíamos y casi todo lo perdonaríamos. Si fuéramos sinceros, con una explicación valdría. Suele ocurrir que las gentes humanas quieren creer al vip, necesitan creer al importante. Porque queremos quererlo. Porque nos interesa. Así, nos cuentan auténticas “gilitontás” y nos vamos con cara de “sí pero no”. Y ponemos todo de nuestra parte para mentalizarnos de que ese perro de cuello tan largo, con dos cuernecitos, es… realmente raro. En lugar de atrevernos a concluir que es una jirafa. Se extiende cada vez más el arte de no llamar a las cosas por su nombre, de decir las cosas de forma distintas según el oyente y nuestra posición respecto a él. Y así un proyecto es gloria si estoy en el poder y una porquería si estoy en la oposición. Una ley la explico como divina si la presento yo y la critico como el apocalipsis zombi si le presentan los otros. Rodeados estamos de magos de la palabra y del regate. Se necesitan mil charlas y dos mil foros para explicar lo que no es cierto. La verdad se entiende a la primera.