No son pocos los que viven de predecir el futuro a largo plazo, con la ventaja de que en ese futuro lejano no habrá nadie para reprochar aquello de “ya te lo dije” o “ves como no tienes ni idea”. Así, es muy fácil tomar la palabra en artículos o tertulias para delinear toda una paleta de colores más o menos oscuros, negros casi siempre.
Muchos de los malos augurios vienen basándose en los puertos, los aeropuertos, los barcos, los camiones y los aviones como lo peor de lo peor en cuanto a detonantes de la contaminación que acabará con todo y todos, mayores y niños. Todo lo que se mueva, en definitiva, es culpable de todos los males.
Mientras, miren por dónde, el año comienza con excelentes datos económicos, con el paro en sus mejores registros desde 2007. Entonces, ¿a quién hacemos caso? Los catastrofistas tienen su total razón, pero desenfocada, que es como no tener ninguna. Determinadas obras del ser humano influyen de forma rotunda en el deterioro de nuestra casa Tierra. Determinadas acciones del hombre (y la mujer) nos llevarán a hacer este mundo inhabitable. De eso no hay duda. Lo que no es entendible es que ese negro panorama se achaque a cualquier obra, a cualquier acción, a todo avance.
Se invierte demasiado debate, libros, estudios, congresos, cumbres y conferencias hablando del futuro oscuro, tratando de poner fecha al fin del mundo, intentando concretar las acciones que nos van a llevar a todos a una supervivencia imposible. Toda una montaña de miles de millones de euros para averiguar cuál de los mil tiros que le han dado al muerto, fue el que lo mató.
Resulta que el verdadero fin del mundo no tiene fecha en el futuro, porque viene del pasado reciente y... ya está aquí, en cualquier telediario de hoy mismo. El difunto año 2023 ha sido testigo de ese final de finales, de tocar fondo como pocas veces en la historia de la humanidad, como ninguna desde el final de la segunda guerra mundial.