En la obnubilante y adictiva vorágine del calcetinismo patrio, donde a todo se le da la vuelta sin rubores ni tomates y se recita con frenesí el mantra del “nada por aquí, nada por allá”, tenemos ahora mismo dos dioses en el olimpo, dos bálsamos quijotescos, dos excusas que todo lo justifican, ya sea con el objetivo de poner las cosas del derecho o dejarlas del revés.
Hablamos del garantismo y el consenso, dos valores que tienen la sibilina virtud de ser incuestionables y esconden la aviesa trampa de ser utilizados no ya como chivo expiatorio de la incompetencia, sino como armas de destrucción callada para responder a intereses, estrategias y fines fundamentados.
¿Quién puede poner en duda las bondades de un estado garantista? ¿Quién puede cuestionar que las Administraciones y los poderes públicos establezcan los cauces de control y de supervisión mutuos para garantizar que se cumplen las leyes que todos nos hemos dado y que se respetan los derechos que todos atesoramos? Ni siquiera es posible discrepar no ya en contra del garantismo sino sobre los límites del garantismo, porque ya no estamos hablando de la excusa paradigmática de los burócratas y dilatadores. Ojalá el garantismo fuera una simple cuestión de agilidad administrativa. Ojalá todo se redujera a que las partes que deben opinar lo hicieran en tiempo y forma.
Pero lo cierto es que el garantismo es ahora mismo mucho más que eso, es un instrumento activo al servicio de intereses políticos, partidistas, populistas e incluso personales. Y lo peor es que todo es susceptible de ser paralizado con un informe, vinculante o no, y no ya sólo con una finalidad precisa, sino como una reacción preventiva, por inseguridad o incluso miedo a la opinión pública. La incompetencia, la falta de determinación y la irresponsabilidad quedan aquí disimuladas en ese marasmo de los informes, contrainformes, declaraciones de impacto, autorizaciones y demás procedimientos con los que muchos hacen camino y justifican sus errores y hasta sus aciertos.
Al final vivimos pendientes del garantismo jurídico sin centrarnos en el garantismo operativo y las leyes y las normas llegan al Parlamento con todos los ribetes y los lazos y los primores habidos y por haber desde un punto de vista jurídico pero nadie se ha molestado en GARANTIZAR que esa norma sea eficiente y sirva para mejorar la sociedad. Ya nos importa más la garantía de la norma que su eficacia. Miren por ejemplo la ley antifraude, donde hemos tenido que aguardar al milagro del último minuto para evitar el desastre. Consolémonos que, como buen estado garantista, los diputados del Congreso están ahí también para algo.
Con respecto al sacrosanto consenso, lo mismo. ¿Quién puede poner en duda que en toda decisión debe primar el consenso? ¿Quién puede cuestionarlo? Por eso nuestros políticos, en su pertinaz manipulación, lo tienen claro. Primero te dicen lo que van a hacer. Luego te dicen que lo van a hacer “con consenso” o, como sublimación del funambulismo dialéctico, te dicen que “lo que se haga se hará con consenso” o “no se hará nada sin consenso”. Al final terminan el discurso reiterando que van a hacer lo que quieren hacer. ¿Conclusión? Harán lo que quieran y lo que puedan y el consenso es la excusa. Ahí tienen el ejemplo de los peajes. De manual.
No se hace ni lo mejor para el sector ni lo mejor para la sociedad. Si les conviene y pueden aprobar los peajes, impondrán su criterio, con o sin consenso, y la culpa de que no haya acuerdo la tendrá la otra parte. Y si les interesa recular, se pondrán la medalla del consenso y escurrirán el bulto sin más. Ellos nunca pierden. Si cuela, cuela. Con todas las garantías.