En un lugar de Bizkaia de cuyo nombre no quiero acordarme, había una carretera nacional que cosía el territorio como una de esas desquiciantes cremalleras que se traban a traición y a la menor oportunidad. Como para tantos otros pueblos de Bizkaia, en aquel lugar la N-634 era al mismo tiempo perdición y salvación; temor y esperanza; agobio y alivio; mal y bien.
Si a ambos lados de la carretera florecían los negocios, las flores se marchitaban ahogadas en monóxido de carbono. Y si por sus aceras bullía la vida, por sus arcenes se paseaba también La Parca, con su dalle afilado en busca de víctimas.
Porque haberlas, las había. Algunas las buscaba en el interior de sus vehículos, fueran camiones, furgonetas o turismos, bien por salida de calzada, impacto frontal con otro vehículo o vuelco en alguna de las mil y una curvas tan mal peraltadas como peor asfaltadas y trazadas.
Otras las buscaba entre los peatones, sobre todo niños y ancianos que, por distracción o por pura inconsciencia, invadían la calzada ajenos a los vehículos que la transitaban. Como Olivia, la mujer ciega de P. Tinto. “¡Que emoción!”, decía ella. “¡Mecagüen mi calavera...!”, replicaba el camionero de Transportes La Zamorana asido al volante, antes de atropellarla, al descubrirla inmóvil en mitad del asfalto.
Una de las curvas de la N-634 a su paso por ese lugar de Bizkaia del que no quiero acordarme, pero que sí quiero recordar como la “curva de las Escuelas”, arrancó más de un “mecagüen” entre los cientos de transportistas que la negociaban cada día. Los chavales la conocíamos bien y como quiera que cada cierto tiempo volcaba allí un camión, nos acercábamos empujados por la curiosidad para presenciar el despliegue policial posterior.
De tan pronunciada, la curva sólo podía tomarse a baja velocidad, por lo que los conductores salían generalmente ilesos y por su propio pie de la cabina. Sin embargo, en función de la carga que transportaba el camión y si ésta quedaba desparramada por la calzada, había un plan de acción preestablecido entre la chavalería. Algunos de los mayores daban las órdenes y algunos de los pequeños las ejecutaban. Logística pandillera. Los demás presenciábamos el saqueo sin pestañear, compadeciéndonos del pobre chófer, que intentaba, impotente, frenar aquellos desmanes. Pero ni acusábamos ni dábamos nombres. Ser bueno no necesariamente era ser un chivato. Por la cuenta que nos traía...
En una ocasión, sin embargo, sí cedí a la tentación. Era un camión de Schweppes cargado con cajas de botellines de 25 cl: tónica, naranja y limón. El chófer había abandonado la escena y la Policía de Tráfico (por entonces la Guardia Civil) aún no había llegado. Aún recuerdo las explicaciones que tuve que dar a mis padres para justificar la aparición de seis botellines de Schweppes de naranja en casa. Ni qué decir tiene que no he vuelto a probar los refrescos de esta marca.
No sé si han visto las imágenes del “saqueo” en la playa de una isla holandesa, por parte de los lugareños, de algunos de los contenedores que perdió el buque “MSC Zoe” el 2 de enero al sufrir los embates de un temporal cuando navegaba por el Mar del Norte. Televisores de alta definición, electrodomésticos, juguetes, muebles de Ikea... Del contenedor varado en la playa, hasta sus domicilios. Sin intermediarios.
¿Se han preguntado qué es lo que hubieran hecho en esa situación de no existir los móviles, para eliminar así cualquier prueba, como cuando volcaban los camiones en la “curva de las Escuelas”? En mi caso les diré que si bastante vergüenza pase ya de chaval justificándome por media docena de Schweppes, no imagino lo que sería hacerlo ante mis hijos por una estantería Billy o una mesa Tyssedal. La carga tiene dueño. No se toca.