Dejé ya hace años más que aparcados mis pinitos en la geoestrategia política y militar. Con mi progresivo distanciamiento de la actualidad africana fui cursando baja en algunos de los panfletos y boletines de cuartillas amarillentas a los que estaba suscrito en sobres clandestinos y que llegaban a mi buzón casi mecanografiados con las más que acertadas disquisiciones sobre todas aquellas barbaridades que las potencias del primer mundo hacían y deshacían en aquel continente asediado, victimizado y expoliado.
Quedé desde entonces saturado de complots, guerrillas, traiciones y golpes de estado; de sátrapas, ambiciones, traidores y violaciones de los derechos humanos; de falacias, de títeres, de dominadores y de dominados, un hartazgo que se tornó en vacuna y que ahora me mantiene anestesiado y por lo general sorprendentemente incrédulo pese a todo lo vivido y lo leído. Supongo que en el fondo lo que me pasa, a tenor de lo que vivimos en el día a día, es que no lo quiero creer porque lo más probable es que todo sea cierto.
Todo esto, además, te obliga a habitar en el filo de la navaja de esa pulsión tan humana e irracional del conspiracionismo, tara que nos hace desconfiar de todo y de todos y que nos fuerza a creer con pasión que nada es casualidad y que cualquier suceso siempre esconde una intencionalidad siniestra que responde a los intereses más bajos de quienes supuestamente dominan el mundo y nuestras conciencias.
Ni siquiera lo más azaroso que los humanos podemos imaginar, como pueden ser los fenómenos meteorológicos, están exentos del conspiracionismo, pues no olvidemos que hasta algo tan básico como que la tierra es redonda puede ser cuestionado, de ahí que cualquier cosa es susceptible de esconder una amenaza para la paz mundial.
Habrá que ver el impacto en las conexiones transfronterizas
Con todo este contexto y asumido que el mundo ha decidido caminar hacia un periodo de crisis permanente, creo que merece la pena dedicar un instante a reflexionar sobre la decisión de la Unión Europea de multiplicar su inversión en defensa y gasto militar, un asunto con infinitos matices logísticos y cuyo impacto geoestratégico a corto, medio y largo plazo, por todo lo anteriormente expuesto, me siento incapaz de abordar aunque hay una pregunta que sí merece la pena lanzar: ¿Esta carrera armamentística va a servir de factor disuasorio para impedir que se desaten conflictos bélicos o va a actuar con tentador atrevimiento como gasolina para llevarnos sin complejos a nuevos frentes de batalla?
Mientras, vayan presupuestando la enorme oportunidad de negocio logístico que va a comportar que en España y en Europa se dispare una industria siempre contenida como la militar; vayan presupuestando de qué partidas se van a detraer los fondos para estas nuevas inversiones, ya sea con presupuesto nacional, ya sea con programas europeos que evidentemente frenarán algunos de los ya existentes; y, sobre todo, vayan presupuestando el impacto directo y colateral que necesariamente se va a producir en las infraestructuras, toda vez que a lo mejor estamos ante la oportunidad de que de una vez por todas Europa salve sus embudos transfronterizos, un handicap imperdonable que tiene a España entre sus máximos damnificados por la irresponsabilidad de Portugal y Francia.
Tal vez este sea el “no hay mal que por bien no venga” de esta carrera armamentística, si bien son tantas las sombras que se proyectan que es imposible estar tranquilo después de ver en qué manos está cayendo el mundo y cuáles son sus desconcertantes compañeros de cama. Lo de que nos estemos armando para la paz, no cuela.