En tiempos de incertidumbre, justo cuando menos fiabilidad existe a la hora de anticipar el futuro, más nos obsesionamos con saber lo que va a pasar, y eso que ni siquiera sabemos lo que está pasando.
Aún así, hasta en los tiempos de mayor estabilidad, la información tiene tanta importancia como, sobre todo, tomar verdadera conciencia de ella, un ejercicio personal que tiene como principal enemigo nuestra zona de confort, que creemos que vive alimentada por nuestros actos y renuncias, cuando realmente su líquido vital son nuestras ideas y principios, esos que ni siquiera somos capaces de transmutar ni cuando los castillos se están desmoronando ante nuestras mismas narices.
Esto es lo que solemos denominar “asumir la realidad”, un ejercicio que vale para cualquier momento de nuestra historia, sea cual sea el devenir, sea cual sea la coyuntura.
Asumir la realidad ante el cambio o un supuesto/posible cambio no es fácil, a veces porque, es obvio, no nos gusta lo que vemos/anticipamos, pero a veces, aunque nos gustaría, y mucho, nos vence el miedo, el desconocimiento, el exceso de información, la inexperiencia, la arrogancia, la inseguridad, el orgullo, el idealismo, el perfeccionismo, la obcecación, la obsesión, la envidia, la incredulidad, la inercia, la tradición, el gregarismo... y así podríamos seguir hasta el infinito identificando amenazas que terminan por dibujar ese perfil que nos cuesta tanto reconocer que es el del “encasquillado”, también conocido como “encastillado” y que juzga la realidad siempre desde la tendencia favorable de las grandes ideas preconcebidas y asentadas, desde los discursos proverbiales y ampliamente demostrados, sin dar nunca esa oportunidad al cambio, porque, insisto, el cambio no es cuando se produce, el cambio es cuando nos lo creemos, algo que suele suceder tarde, a veces con consecuencias irreversibles, a veces tras haber perdido un tiempo precioso para adaptarnos y/o aprovechar los beneficios.