He recibido en la última semana excelentes referencias sobre la labor que está llevando a cabo un conocido responsable de un organismo público, hechas con el mismo convencimiento con el que días antes recibí encarnizadas críticas sobre ese mismo gestor y su misma labor. Por supuesto, todo ello en perfecta correlación con las virtudes y defectos de quien ocupó su mismo cargo con antelación.
Las comparaciones en estos casos son siempre odiosas, sobre todo para quien sale mal parado, pero resultan inevitables cuando las cosas a comparar se suceden y/o sustituyen y, más que nada, porque, ante lo consustancial de toda crítica, los argumentos siempre necesitan una referencia, y quién mejor sino aquellas y aquellos que han ejercido la misma labor.
Se desgrana así un interesante debate, siempre con frases del tipo “aquél era un tal, pero por lo menos era un cual y en cambio éste ni tal ni cual”, o del tipo “después de lo de aquél, ni te imaginas lo que nos parece lo de éste”... y bla, bla, bla.
Podríamos abandonar este debate en el siempre gratificante pero banal nivel de la barra de bar, ver cómo se aleja su murmullo a lomos del vagón de las habladurías, pero no sólo somos lo que somos sino que también somos lo que los demás creen que somos, fundamental en el ámbito de lo público donde uno jamás se coloca a sí mismo, sino que te colocan otros, bien en las urnas, bien con el dedo del que salió de las urnas. Por ello es interesante reflexionar sobre qué consideramos, unos y otros, que es ser un buen presidente, un buen ministro, un buen secretario de Estado, un buen director general... En definitiva ¿qué es ser un buen responsable de un organismo público?
Vayamos de lo simple a lo complejo. En primer lugar, lo más valorado, por encima de los resultados, suele ser que ese máximo responsable trabaje, que tenga dedicación a su puesto, que se note que le echa ganas y empeño y, sobre todo, además es importante que lo parezca.
En segundo lugar, se valora la coherencia, es decir, que lo que uno habla y exige sea lo mismo que lo que uno hace y practica, en definitiva, cundir con el ejemplo y la misma vara de medir.
En tercer lugar, se asume con naturalidad que el responsable se rodee de gente de su confianza, pero, ojo, primero que esa gente sea competente y sin sangrantes amiguismos. Muy importante también ser magnánimo con quienes dejan su puesto, recolocándoles sin venganzas y sacándoles el máximo partido.
En cuarto lugar podemos apuntar a algo escaso pero apreciado: que el responsable sepa del negociado, cuanto más mejor y, eso sí, saber más que nadie no significa avasallar y, a la par, no saber nada no significa no ser capaz de dar confianza a quien se tiene alrededor y sí que sabe, alternativa también válida.
Esto nos lleva al quinto mandamiento: no estorbar. Hablamos de organismos tan complejos, con tanta inercia y tan experimentados, que un presidente no puede ser un freno por el mero hecho de ser un escalón en la toma de decisiones, el último además.
Algo que es complementario al sexto requisito: nada de oír, ver y callar. Hay que gestionar y es fundamental la valentía y la capacidad analítica para que no tiemble la mano y reformar, cambiar o derribar todo aquello que no funcione o funcione mal, de la mano de otro valor esencial y transversal: el liderazgo.
Por último, un presidente debe ser siempre el mejor comercial, el mejor embajador, el rostro que con sólo mirarle permita identificar la entidad y su misión, orgulloso hasta el punto de ser el primero que se arremangue en su defensa y expansión.
En fin, ¿pedimos mucho? Seguro que ya llevan un rato haciendo comparaciones y poniéndole cara y cargo a algunos de estos valores... Y criticando, claro, para bien... o para mal.