La semana pasada me entrevistaba con una experta en formación cuando, en medio de la conversación, saltaba la noticia: ¿sabes que una de nuestras estudiantes de máster es estibadora? Asombrada e intrigada tras descubrir que no es la única estibadora -¡que hay más!- y que muchas tienen formación superior, matizaba que no se esperaba que aquella chica se dedicara a la estiba. ¿Por qué? Por las dichosas etiquetas que nos ponen y que nos ponemos. Aquellas que dicen, una y otra vez, que hay profesiones a las que las mujeres no deberíamos acceder, a las que las chicas no pueden enfrentarse, porque... espera, sí, porque somos débiles y apenas tenemos fuerza. ¿Quitar un tocho? Imposible.
¿Conducir cualquier vehículo pesado? Pero qué me estás contando.
Eso sí, LaMari no puede operar una grúa o un mafi pero sí puede acarrear a su suegro discapacitado a peso muerto (80 ó 90 kilos) con 60 años porque... ¡Ostras! Es que en casa las mujeres desarrollamos poderes: Súper fuerza ¿No lo sabían?
Prácticamente dos décadas del siglo XXI gastadas ya y los prejuicios, las etiquetas -permítanme el eufemismo-, siguen ahí. A algunos les gustan, para qué engañarnos, y las fomentan y consolidan dando veracidad a las medias verdades que saltan a la palestra pública cíclicamente. Pero ¿para qué hacer desmentidos si lo que cuentan me viene bien? ¿Por qué dar luz en la oscuridad si esas tinieblas me favorecen el negocio?
Estas etiquetas, que pueden ser por profesión, por género y, en algunos casos, premio gordo: las dos a la vez, no envejecen ni se olvidan. Se reescriben, como mucho se actualizan al mundo digital en el que vivimos, pero siempre vuelven. Lamentablemente.
Así, para muchos, la estiba será siempre una mafia, violentos, un grupo de “privilegiados”, hijos de los hijos de los hijos (rollo “El Señor de los Anillos”), que no saben lo que tienen cuando salen a la calle a reclamar más. Un colectivo conflictivo que nos obliga a pagar multas de Europa, que paralizan los puertos, que... ¡buf y mil cosas más! Pero, ¿cuál es la verdad? ¿Alguien quiere saberla? Me parece a mí que a la opinión pública no le interesa descubrirla. No sé por qué me imagino a ese espíritu colectivo de espaldas a mí, con los ojos bien cerrados, los dedos en las orejas y gritando como un loco: Habla chucho que no te escucho.
Otro colectivo sumido en el mundo de la etiqueta a destajo es el del transporte terrestre. Los transportistas tienen una imagen pública sometida al escarnio, sin filtro. Da lo mismo que se actualicen, formen y cuenten con unos niveles de siniestralidad bastante bajos... el camión en la carretera siempre molesta es feo, sucio y está conducido por señor rudo, tosco, analfabeto, bebedor y visitador de clubs de alterne. Madre mía.
Y ¿qué les pasa a las mujeres en la carretera? Pues todo lo que les pasa a los hombres (colas en los puertos y nodos logísticos, inexistencia de aparcamientos donde descansar, inseguridad -con dosis extras de violencia machista-, robos) con la puntillita final de: pero, qué haces aquí, por qué no estás en casa planchando, cuidando de tus hijos, etc. Ah y se me olvidaba, una camionera tiene que ser machuna y poco femenina. ¡Qué agotador! Por cierto, RTVE ha emitido un reportaje sobre ellas, “Las que mueven el mundo”, por si quieren echarle un ojo. Es breve pero reivindica algunas de las necesidades de un colectivo, que como todos (TODOS), requiere de apoyo y voluntad política para que se quiten etiquetas, entre la luz, el aire fresco y la verdad se conozca y se asuma. Hagamos un esfuerzo y no pongamos etiquetas. Hagamos grupo, que todos sabemos lo que hay ahí afuera.