Siempre he sentido fascinación por los faros. Su poder de atracción es intemporal si bien se ha acotado la fecha del 1 de julio como Día Mundial de las Ayudas a la Navegación Marítima, que sirvió para rendir tributo a los faros como señal marítima por excelencia y a los Técnicos de Señales Marítimas, el cuerpo de profesionales que continúan con el legado de los fareros.
También para mostrar que las ayudas marítimas están en plena evolución tecnológica. Los faros siguen siendo una herramienta vital para una navegación costera segura, y tienen un gran valor social, además de ser un legado histórico-técnico. Pero la del farero es una figura en extinción. Sus días están contados.
Este fin de semana me he deleitado con la contemplación de tres faros. Uno desde el mar; los otros dos, desde tierra. El viernes, a bordo del “Hegaluze”, que zarpó del Puerto de Bermeo hacia San Juan de Gaztelugatxe para después rodear la isla de Izaro y retornar a Bermeo tras aproximarse a Mundaka, el Faro de Matxitxako emergía poderoso a 64 metros sobre el mar. Mientras tanto, Jon Anasagasti, bermeano y harbour-master emérito del Puerto de Bilbao, relataba historias de los fareros que lo habitaron. Como la de las rocas alfombradas de percebes, que el farero extraía con una rasqueta para agasajar a las visitas selectas. O como cuando en 1915, en pleno periodo migratorio, unas 10.000 aves se estrellaron en la linterna, atraídas por la luz en pleno temporal, cayendo en el balconcillo y los alrededores de la torre.
El sábado, esta vez en bicicleta, me acerqué hasta el Faro del Pescador, en la punta del Monte Pescador, en Santoña (Cantabria), que se comunica con el barrio del Dueso y su penal por una angosta carretera que, según asciende, deja ver su patio, presidido por la escultura de una gran pajarita de papel, y a los reclusos que pasean o hacen deporte en sus instalaciones. Las celdas que dan a la playa de Berria, cuya arena los presos casi pueden tocar con las manos, ofrecen la más hermosa vista que desde una cárcel pueda soñarse. El domingo visité el Faro de Ajo, también en Cantabria, rodeado de 16 hectáreas de terreno cultivable en lo alto de un abrupto acantilado a 63 metros sobre el mar.
Sin embargo, es el de las Islas Columbretes, en la Illa Grossa, a 30 millas de la costa de Castellón, el que considero, aun sin haberlo visitado, el “faro de los faros” españoles. Catalogado en su día como “Faro especial Aislado” era el peor destino de toda la Península. Tanto que ante la posibilidad del traslado, el encargado del faro de Cabo Blanco se suicidó en 1869.
Cuatro familias completas de funcionarios llegaron a habitarla a la vez. Parte de su historia la recoge el documental “Aïllats (Aislados). La memòria de Columbretes”, que incluye, entre otros, el testimonio de María Dolores Guerra, la mujer de un farero, que dio luz en la isla a su hijo en unas precarias condiciones, y que volvió a Columbretes más de 70 años después y pudo colocar una lápida a su niño, al que no pudo enterrar en su día. Hoy, en la lápida del pequeño cementerio de Illa Grossa, se puede leer:
Aurelio Zacarías Guerra
Columbretes
13.10.1953
15.10.1953
D.E.P.
Tus padres no te olvidan
En 1992 se realizó la última oposición para fareros. El cuerpo de fareros, declarado “a extinguir”, fue traspasado a las autoridades portuarias en 1993 y de los 187 faros que hay en España, apenas 30 están hoy habitados.
Luis Cernuda comenzó su poema “Soliloquio del farero” con estos dos versos:
“Cómo llenarte, soledad,
sino contigo misma...”