Hace años, muchos, podría ser que alrededor de 25 o 30, un camión refrigerado volcó en las inmediaciones de un pueblo de Valladolid, el pueblo de donde procede mi familia, para más señas. Quiso la diosa Fortuna que faltaran pocos días –quizás alguna semana, la memoria a veces no es todo lo precisa que uno quisiera– para la celebración de las fiestas patronales de dicha localidad que, como en muchísimos otros pueblos de España, es en agosto. Y también esa misma diosa romana, que ese día parecía estar de buen humor, decidió que el camión fuera cargado de cajas de langostinos.
Si unen camión volcado, fiestas y langostinos no creo que haga falta que les cuente más para que se imaginen lo que ocurrió: en cuestión de minutos la carga, buena parte de ella desparramada por una carretera en pleno centro de la meseta castellana, había volado y muchos de los habitantes del pueblo en cuestión sufrieron empacho de langostinos en las fiestas.
No fue el caso de mi familia. Al preguntar a mi tía que por qué no había ido a coger langostinos, como había hecho buena parte del pueblo, me respondió que ella no estaba para robar a nadie. Que si quería comer langostinos, se los pagaba. Yo, estando en mi más tierna infancia, pensé entre mí: “sí, mucha honradez y mucha dignidad, pero nos hemos quedado sin langostinos en las fiestas”.
A España, igual que a Italia y a otras zonas del sur de Europa, se la tiende a pintar como un país donde abunda la picaresca, los listillos, los lazarillos de Tormes. Ese sur de Europa ruidoso y aturullado, de los de a Dios rogando y con el mazo dando. Nada que ver con la moral luterana y calvinista de los países norteños, en los que pesan más en la sociedad la honradez, el trabajo, la seriedad, lo que les otorga, teóricamente, una cierta superioridad moral –sin ir más lejos, recuerden el nombre que recibieron los países del sur de Europa en la última crisis económica, aquello de PIGS, el acrónimo en inglés con el que los medios financieros anglosajones se referían al grupo formado por Portugal, Italia, Grecia y España–.
Pero, ¿qué creen que pasaría en un pueblo de, pongamos por caso, las plácidas llanuras holandesas si volcara un camión con langostinos? Pues exactamente lo mismo que lo que pasó en el pueblo de Valladolid.
La semana pasada, la diosa Fortuna no estaba de muy buen humor y quiso que un barco de MSC perdiera unos cuantos contenedores al toparse con una fuerte tormenta en el mar del Norte. Estos contenedores –alrededor de 270 según algunas fuentes– se fueron por la borda del “MSC Zoe” cerca de la isla alemana de Borkum y el fuerte oleaje les llevó a la deriva hasta territorio holandés.
Al parecer, algunos de los habitantes de las plácidas islas de Terschelling y Vlieland no dudaron en husmear entre los contenedores que llegaron hasta sus playas para hacerse con parte del botín. Y miren por dónde la casualidad. Si en el pueblo de mi familia faltaba poco para las fiestas patronales, en este caso lo que estaba a punto de producirse era la llegada de los Reyes Magos de Oriente.
No deja que tener su punto de ironía que tres personajes de la tradición católica decidan llevar hasta las costas holandesas regalos en forma de ropa, televisores de pantalla plana o muebles de Ikea, presentes mucho mejores que los langostinos de Valladolid, qué quieren que les diga.