Hace un tiempo llegó a mi querido pueblo un nuevo vecino. Nada más llegar mis paisanos le avisaron de que allí en seguida se ponía mote a la gente: “Descuida, yo ya vengo prevenido”, aclaró el nuevo. Poco después, dos lugareños conversaban sobre uno niños que jugaban en la plaza. “¿Quién son esos?”, interrogaba uno de los ancianos. “¿Esos...? Los chicos del Prevenío”...
Pocas cosas acercan y humanizan más que los motes. Por encima de los nombres propios, el mote te distingue de forma más concreta. A ti y a toda tu familia y descendientes.
Es una señal inequívoca de que se conoce a la persona más allá de la cáscara, más allá de la farfolla. Se individualiza al individuo con algún tipo de cuño, con un sobrenombre que te transporta hacia la confianza, al conocimiento o intuición de algún acontecimiento o matiz que marcó parte de la vida del personaje o de sus antepasados.
Y no importa que el mote sea algo “incómodo”, la singularidad siempre va a ser mejor... Capullo de Jerez, mejor que Miguel Flores Quirós, Camarón mejor que José Monje Cruz. En mi pueblo los motes que perduran vienen de años atrás, incluso, en algunos casos, de varias generaciones atrás.
Los nombres propios, con sus correspondientes apellidos, no se utilizan, se ignoran, se olvidan incluso. De muchos de mis amigos me cuesta recordar su verdadero nombre, porque para mí el mote es su verdadero nombre. Pérez o Garcías hay muchos, Pacos y Joses, ni te cuento, Estronchapavas o Escuchapedos... sólo uno. La pena es que esto de los motes se va perdiendo poco a poco.
Algo similar va pasando en mi muy querido sector logístico. Similar o peor. Aquí, con el paso de los años, también se han ido perdiendo los motes. Quedaron atrás los Coixo, Pistolas, Tacones, Catalán, Culodegoma, Gitano, Conde, Cuchara...
Digo similar o peor, porque lo peor no ha sido que se pierdan los motes. Poco a poco también están desapareciendo los nombres propios.