1. INTRODUCCIÓN
urante el primer trimestre de 2020, la constatación de la rápida extensión global de una enfermedad asociada a un coronavirus, primero como epidemia, luego como pandemia, surgida en la provincia china de Hubei, junto a la implementación de medidas crecientemente más estrictas para frenar la expansión del virus causante del problema, transformaron, para mal y a una velocidad insólita, la situación económica global, que ya era relativamente endeble a finales de 2019.
El análisis del impacto inicial y de las perspectivas inmediatas derivadas de la COVID-19 se presentó, en un ensayo similar al que ahora nos ocupa, en la publicación Nueva Logística para la nueva normalidad (Diario del Puerto, 2020). En lo que sigue, recuperaremos los aspectos fundamentales para entender la evolución de la economía mundial en el año 2020 y el inicio de 2021, trataremos de explicar las claves de una recuperación económica más rápida e intensa de lo que se esperaba algunos meses atrás, valoraremos el conjunto de medidas y políticas desplegadas en este período y, finalmente, someteremos a debate algunas de las ideas y procesos que pueden orientar la evolución de la economía global no solo en el resto de 2021 sino en los años posteriores.
2. UN AÑO (LARGO) DE PANDEMIA: DEL HUNDIMIENTO PREVISTO A UN RESURGIMIENTO MEJOR DE LO ESPERADO
2.1. La economía mundial se desploma
Como explicábamos en Diario del Puerto (2020, pp.124-125), debido a la concatenación de una serie de perturbaciones negativas en el marco de escasas semanas, tanto de oferta como de demanda y de carácter mundial, la actividad global se redujo a un ritmo que carece de precedentes históricos en períodos de paz.
Dr. Vicente J. Pallardó López Analista de coyuntura económica. Investigador Senior del Instituto de Economía Internacional (IEI). Profesor del Departamento de Estructura Económica. Universidad de Valencia.
Como muestra el Gráfico 1, la producción industrial (en no poca medida generada por China, donde tuvo lugar el estallido de la crisis) llegó a caer un 45% en los dos trimestres posteriores al inicio de la crisis. Aunque el retroceso en el comercio mundial fue sensiblemente menor (un 15%), gracias al esfuerzo de los operadores de este, en particular para sostener la multiplicación de los movimientos de material sanitario vinculados a la lucha contra la pandemia, esa caída fue un 50% superior a la que se produjo en el primer año tras La Gran Recesión. Por otro lado, con la combinación de restricciones a la movilidad y el temor de la ciudadanía ante el avance de la enfermedad y sus consecuencias, el colapso acumulado por la demanda fue incluso superior al de la oferta.
Adicionalmente, conviene recordar que factores como la escasa coordinación internacional y, en no pocos casos, intranacional, tanto en el ámbito sanitario como en el de la respuesta económica1; o las innecesarias distracciones surgidas desde el ámbito geopolítico (entre China y Estados Unidos – generales – o entre Rusia y Arabia Saudita – en el tema del petróleo), fueron dificultando reconducir la situación en los primeros meses de la COVID-19.
Para el conjunto de la economía mundial, la desviación a la baja de la actividad económica en el año 2020 entre lo previsto antes de la crisis y la evolución real (provisional), ronda los 9 billones de dólares2. El Gráfico 2 muestra el detalle para las diez mayores economías, con India sufriendo el mayor impacto3 (cerca de billón y medio de dólares) más España (con una pérdida estimada en el entorno de los 257000 millones de dólares).
1-Véase el reciente informe “COVID-19: Make it The Last Pandemic” (WHO independent review panel, 2021), muy crítico con esa descoordinación.
2-En términos de Paridad de Poder Adquisitivo.
3- Nótese que se trata de la pérdida estimada para 2020, sin considerar, por tanto, el extremo agravamiento de la situación sanitaria del país en la primavera de 2021.
Al margen de la dimensión de la crisis en el corto plazo, menor de la prevista hace un año, como se analizará posteriormente, pero no por ella menos significativa, conviene hacer algún apunte adicional sobre el perfil de la misma en los tres últimos trimestres de 2020 y el primero de 2021, que dotan de una inequívoca singularidad al “Gran Cierre” (en la denominación sugerida por el FMI).
Primero, la estructura temporal de la crisis, provocada por los acontecimientos epidemiológicos, resulta de lo más inusual, particularmente perceptible en Europa. A una primera abrupta y muy profunda recesión (primer y segundo trimestre de 2020), siguió un tercer trimestre de un dinamismo inusitado, para, con la segunda gran oleada de la pandemia, experimentar una más liviana segunda recesión (final de 2020 y primer trimestre de 2021). No es descartable que este esquema de “stop and go” pueda reproducirse en otros espacios económicos hasta el efectivo control de la COVID-19.
Segundo, y aunque previsible por el origen de la crisis no es menos infrecuente en el conjunto de recesiones importantes a escala global, el sector servicios ha sufrido más que el manufacturero, debido a la caída de actividad, cuando no parálisis, de buena parte de las actividades terciarias de proximidad (restauración, ocio colectivo, turismo…). Es más, su recuperación se está prolongando mucho más en el tiempo, por la recurrencia de las oleadas del virus, mientras, tras sufrir el embate inicial, las actividades manufactureras se han adaptado con remarcable velocidad a las nuevas condiciones del trabajo. Los sectores de servicios más ligados a la actividad empresarial (especialmente, el transporte y la logística) no sólo han seguido a las manufacturas en su adaptación, sino que, bajo la presión no sólo de la crisis, sino de cuellos de botella causados por los más variados factores (desde accidentes de todo tipo a la falta de coincidencia temporal en muchos momentos de la capacidad y la necesidad de carga) han mostrado una resiliencia excepcional y contribuido de manera crucial al suministro de productos básicos, en especial los más directamente ligados a la lucha contra la pandemia.
Tercero, los mercados financieros, generalmente arrastrados en su caída por la economía mundial en los períodos de graves crisis, han ido funcionando por libre (después de una respuesta extrema a la baja al inicio de los cierres de actividad en Occidente), sostenidos tanto por las virtualmente ilimitadas cantidades de dinero insufladas por los Bancos Centrales como por una llamativa asimetría entre unas flexiones a la baja moderadas ante las malas noticias ligadas a la pandemia y unas subidas mucho más enérgicas cuando los datos sobre infecciones o vacunaciones han girado a mejor. Los máximos históricos en diferentes mercados no han sido la excepción en los últimos meses. Que el sector financiero no haya sido un factor de agravamiento de la crisis es, qué duda cabe, positivo. Que su comportamiento difiera tanto de los avatares de la economía real y sea tan dependiente de lo que, en algún momento habrá de reconocerse, es una política monetaria insostenible, es motivo de preocupación para el futuro. Las burbujas siempre estallan (volveremos sobre esta cuestión más adelante).
Finalmente, el perfil geográfico de la crisis es, también, harto singular. Como revelan los gráficos 3 y 4, centrados en los países del G-20, el desequilibrio por continentes de las consecuencias tanto humanas como económicas de la pandemia es muy acusado. Mientras los principales países de Australasia ofrecían pérdidas de producción contenidas (con excepción de India4) y un número de casos moderado, con un coste en vidas humanas muy reducido –véanse los triángulos rojos en los Gráficos citados, las cifras para Europa, con España situándose entre los países más damnificados, eran exactamente las opuestas (rombos negros en los Gráficos), con los países de América situándose en una posición intermedia (cuadrados verdes), aunque mucho más cercana a los pésimos resultados europeos que a los (relativamente) muy favorables de Asia y Australia5.
4- Los datos empleados corresponden al final de abril de 2021, por lo que no se recoge el brutal incremento de casos y fallecidos en India en el mes de mayo. Pero ya en 2020 el crecimiento económico indio estuvo un 14% por debajo de la previsión existente antes de la COVID-19.
5- Un apunte sobre el debate entre prioridades (economía o salud). El coeficiente de correlación entre el número de fallecidos (corregido, claro está, por el tamaño de la población) y el desplome del PIB es de (-0.42). Es decir, a mayor impacto médico/humano, mayor caída del PIB. Cuando se excluye de la muestra de países a Estados Unidos (buenos resultados económicos para el número de fallecidos) e India (situación inversa), la correlación se eleva hasta (-0.72).
Aunque uno desee que la presidenta de la Comisión Europea, Úrsula von der Leyen, no esté en lo cierto al hablar de afrontar una “Era de las Pandemias”, la realidad de lo acontecido en lo que llevamos de siglo XXI (SARS, MERS, gripe aviar, COVID-19) hace particularmente relevante analizar con detalle y sin atender a consideraciones políticas las razones de los resultados tan dispares que se recogen en estos Gráficos. Deberá evaluarse de manera minuciosa cuánto han contribuido a esas diferencias, por ejemplo, los factores médico/demográficos (edad media de la población, tasa de obesidad, disponibilidad de recursos sanitarios), los socioculturales (patrones de contacto social, concentración de la población, propensión al cumplimiento de las normas), o la calidad de la respuesta de las autoridades (velocidad en la implantación de medidas, intensidad, variabilidad y focalización de las mismas, coordinación internacional e intranacional de las decisiones). Sí parece evidente que la experiencia previa con este tipo de virus constituye un elemento diferencial: Asia6, en especial el sureste del continente, había sufrido en mayor medida las pandemias anteriores de este siglo que Occidente, y allí se ha respondido mejor. Europa y Estados Unidos no podrán acogerse a esta – pobre – excusa en el futuro.
Desde la perspectiva económica, junto a la propia gravedad de la pandemia en cada territorio (en la medida en que la misma ha forzado a establecer mayor número y más prolongadas restricciones a la actividad), son la especialización productiva del país y la capacidad de respuesta del sector público ante el desplome de la demanda, la producción y el empleo privados, los determinantes más significativos para entender la gravedad de la recesión y la velocidad de recuperación.
6- Aunque no resulta tan palpable, algunos expertos apuntan que la (triste) experiencia africana de lidiar de manera casi continua con enfermedades infecciosas letales ha sido también de gran utilidad para limitar la expansión de la COVID-19.
2.2. Un rebote anticipado en el tiempo y acentuado en magnitud
Precisamente en los últimos ámbitos citados (la gravedad de la caída y la fuerza de la salida de la crisis), las buenas noticias se han venido sucediendo, si se quiere con irregularidad y con una necesaria precaución al afirmarlo, en los últimos meses. Ello no implica que esa cifra de referencia ya mencionada sobre la actividad económica perdida en 2020, de unos 9 billones de dólares, no sea ingente. Pero, como muestra el Gráfico 5 (para las mayores economías y España), las expectativas para el bienio 2021-22 apuntan a una recuperación más de un 2% más intensa de lo previsto hace apenas seis meses, lo que, siempre en términos de paridad de poder adquisitivo, supondría añadir tres billones de dólares adicionales a la economía mundial. Si los efectos de la COVID-19 han sido mayores en Occidente, las expectativas de recuperación también lo son, y se han acentuado en mayor medida. Dado que cada institución internacional que actualiza sus previsiones apunta de manera sistemática a mejores resultados, no es descabellado pensar que los datos mostrados en este Gráfico 5 son un suelo – salvo imprevista debacle en el control de la pandemia – al ritmo de recuperación.
En síntesis, y después de las revisiones, la caída del PIB en 2020 se sitúa en el 3.3% para la economía mundial (compárese con el 0.1% de descenso en 2009, con la Gran Recesión), aproximadamente un punto mejor de las previsiones más pesimistas realizadas durante el mismo año, mientras un crecimiento próximo al 6% en 2021 (la cifra más alta desde 1973, justo antes de que estallase el primer shock del petróleo) y al 4.5-5% en 2022 se dan como estimaciones prudentes para la recuperación.
Es más, las previsiones del Fondo Monetario Internacional sobre el coste a medio plazo de la COVID-19, ofrecen una imagen esperanzadora (ver Gráfico 6), por cuanto lo sitúa en un tercio, a escala global, del sufrido a consecuencia de la Gran Recesión. No obstante, debe matizarse esta visión; primero, porque, por definición, las crisis eminentemente financieras (como la Gran Recesión) siempre conllevan mayores pérdidas permanentes en actividad y empleo7. Segundo, porque mientras el mencionado coste no recuperado va a ser muy limitado en Occidente, para los países menos desarrollados va a exceder, de hecho, el derivado de la Gran Recesión. Cierto, en parte, porque esos países sufrieron menos la última crisis global por su limitada conexión con el sistema financiero internacional. Pero, por otro lado, tales países de baja renta apenas pueden desplegar los dos elementos que están permitiendo el cierto optimismo del que venimos dando cuenta en esta sección, vacunas y ayudas públicas.
7- Básicamente, porque mientras se recomponen los balances de los agentes, el crédito y la inversión se resienten, con ello se estanca el avance de la productividad y hace irrecuperables los niveles de producción que se esperaban con la senda previa de crecimiento.
¿Cuáles, son, por tanto, las claves de este rebote más rápido e intenso de lo esperado?
De justicia resulta, en primer lugar, subrayar el papel determinante desempeñado por la Ciencia, con mayúsculas y con un grado de coordinación internacional que hubiera sido muy deseable en otros aspectos de la crisis. La velocidad de desarrollo, ensayos clínicos, distribución y suministro de las vacunas de respuesta al virus SARS-CoV-2 ha sido, simplemente, asombrosa. En especial porque todo se ha hecho, pese a debates poco fructíferos cuando no nada científicos, ciertos errores de planificación y los inevitables límites que supone generar desde la nada miles de millones de dosis, con una eficiencia en los procedimientos y una efectividad en el resultado médico encomiables. Desde luego, el aspecto más preocupante es la enorme disparidad el acceso a las vacunas según el nivel de renta de los países, aunque, como revela el Gráfico 7, no menos importante parece mostrarse el éxito inicial en el control de la pandemia. Así, en lo que posiblemente termine por considerarse un exceso de confianza, países inequívocamente ricos (Japón, Corea del Sur, Australia), pero poco afectados – relativamente – por la pandemia, acumulan ostensibles retrasos en el proceso de vacunación respecto a Europa y América del Norte (y, en especial, en relación con Estados Unidos y Reino Unido).
Pero existe un segundo factor que ha concedido una enorme ventaja a los países desarrollados y a los grandes emergentes (y mucho menos a los países menos desarrollados)8 en su recuperación: el despliegue de un impulso expansivo por parte de las políticas macroeconómicas que no tiene precedentes ni aproximados, por su magnitud, su extensión y su generalización geográfica.
Así, frente a los debates y las discrepancias aparecidos sobre la respuesta más adecuada a recesiones precedentes (por ejemplo, La Gran Recesión), la magnitud de la crisis provocada por la COVID-19, su carácter global y la “ausencia de culpabilidad” atribuible a países o colectivos concretos, produjeron una coincidencia por parte de Instituciones Multilaterales, Gobiernos y expertos (con muy pocas excepciones) en la necesidad de una respuesta enérgica a esa crisis.
En cualquier caso, las autoridades percibieron la exigencia de sostener la demanda agregada mediante el gasto público, mientras también se adoptaron decisiones que procuran detener, primero, y revertir, después, la caída de la oferta global. Por su parte, la financiación de las medidas de los Gobiernos debe contar con un valedor, labor desempeñada por los Bancos Centrales, de inmediato en los países desarrollados y China, con más timidez, ante los posibles costes reputacionales, en otros países.
8- Tampoco debe ignorarse que las economías más avanzadas disponen, adicionalmente, de una mayor capacidad de adaptación a formas menos presenciales de desarrollo de la producción, la educación y hasta el consumo, que han supuesto que, tras las primeras semanas de colapso, el impacto adverso de la pandemia sobre la economía se haya ido diluyendo en los meses posteriores, más allá del ritmo de vacunación.
Antes de ofrecer alguna concreción sobre estos programas9, conviene recordar que semejante despliegue no está exento de sensibles costes potenciales, que, adecuadamente, se han obviado, ante la gravedad de la situación, pero que están empezando a saltar a la palestra, y que habrán de abordarse antes de lo que algunos consideran (más al respecto en breve). De hecho, y al contrario que en episodios anteriores de recesión, no parece haber temor alguno a confesar, por parte de autoridades nacionales, instituciones internacionales y banqueros centrales, que se prefiere errar por exceso que pecar por prudentes.
El Cuadro 1 sintetiza la perspectiva del autor sobre la efectividad de los esfuerzos realizados desde las políticas macroeconómicas en respuesta a la COVID-19 en varias dimensiones críticas, así como el grado de preocupación que las consecuencias no deseadas de tales políticas, comporta.
9- Entrar en detalles resultaría imposible en un Informe como el presente. El lector interesado debe revisar, por ejemplo, la pormenorizada información proporcionada por el Fondo Monetario Internacional en https://www.imf.org/en/Topics/imf-and-covid19/Policy-Responses-to-COVID-19 .
Pocas novedades (lo que, en estos casos, se trata de buenas noticias) respecto a lo apuntado en el ya mencionado monográfico Nueva Logística para la nueva normalidad (Diario del Puerto, 2020) en materias macroprudencial y cambiaria. Respecto a la primera, con una apreciable coordinación internacional, razonable velocidad de respuesta y empleando los mecanismos lógicos (relajación de los criterios de dotación de capital según el riesgo de los créditos, permiso para utilizar los colchones prudenciales establecidos y reducción o retraso en las exigencias de otros), parece haberse conseguido, hasta ahora, el doble objetivo inequívoco de evitar restricciones innecesarias al crédito, que hubieran supuesto un daño adicional inasumible a la economía global, a la par de preservar la solidez del sistema bancario internacional. No obstante, para evaluar la efectividad, será necesario comprobar si el incremento (inevitable) de impagos al reducirse las ayudas fiscales a empresas y particulares no conduce a dificultades en el sistema bancario, permitiendo restablecer los colchones de capital y liquidez necesarios ante posibles crisis futuras.
Respecto a los tipos de cambio, satisface comprobar que, en general, se ha evitado la manipulación de los mismos. Las dificultades experimentadas por algunas economías emergentes, en especial las endeudadas en divisas fuertes, han estado vinculadas a las fluctuaciones del dólar (derivadas de la evolución de la pandemia y los avatares electorales en Estados Unidos), y al pánico inicial con el estallido de la pandemia, traducido en salidas extremas de capital del mundo emergente y en desarrollo, situación progresivamente normalizada. La recuperación en el precio de las materias primas ha contribuido también, de forma crucial, a moderar los problemas en el sector exterior de esas economías.
En relación a la política monetaria, a las reducciones de los tipos de interés de referencia (donde había margen para ello, como revela el Gráfico 8), se han sumado, con mucho mayores dimensión e impacto, la provisión de liquidez en condiciones excepcionales y, sobre todo, la adquisición de activos, públicos y privados, por una magnitud que ha cuadruplicado la acumulada tras la Gran Recesión por los Bancos Centrales de los países desarrollados, con el añadido de la incorporación al proceso de las autoridades monetarias de varios países emergentes (el Gráfico 9 muestra algunos ejemplos para ambos tipos de economías).
Sin duda, no solo se han conseguido con esta política monetaria el mantenimiento de la transmisión de las decisiones de los Bancos Centrales hacia el sector privado y el sostenimiento de los mercados financieros, sino que, de manera poco velada, se ha proporcionado la financiación precisa para las actuaciones fiscales sin precedentes en tiempos de paz que se han estimado, con razón, necesarias para la recuperación económica.
Pero no es menos cierto que los riesgos de semejante hiperexpansión monetaria que, de hecho, con ciertas fluctuaciones, viene siendo un sustento crucial del crecimiento mundial desde hace doce años, son manifiestos. Nos referiremos en la siguiente sección de este análisis al potencial regreso de la inflación (de bienes y servicios), convertido en protagonista de las portadas y las columnas de opinión de los medios especializados.
Pero más allá de este peligro de inflación (no irrelevante, pero en absoluto el mayor derivado de este tipo de políticas monetarias), y sin detenernos en detalles, conviene apuntar a otros riesgos. Por ejemplo, la dudosa sostenibilidad de las valoraciones en los mercados al menor atisbo de normalización monetaria, sean tales mercados de renta fija o variable, de materias primas, de criptomonedas o segmentos de los mercados inmobiliarios (residencial o comercial), por citar solo algunos, y en diversos espacios económicos. Por no referir el impacto que el cambio de tenor de la política monetaria podría tener en el servicio de niveles de deuda en máximos históricos. ¿Cuántas quiebras e impagos, privados y públicos, se producirían con subidas, incluso modestas, de los tipos de interés?
Por supuesto, el lector puede pensar que lo más sencillo, entonces, es mantener la política monetaria no ya hasta 2023-24 (como se estima actualmente), sino más allá. Sin embargo, en algún momento habrá de reconocer honestamente que sostener la economía mundial mediante una espiral infinita de más liquidez y más deuda no puede tener un final feliz. La penalización absoluta del ahorro, el estímulo a burbujas sin fin, el mantenimiento de agentes (bancos, empresas) sin futuro, el incremento de la desigualdad (no tanto en la renta como en la riqueza), la pérdida del anclaje de las expectativas de inflación (que, entonces sí, se traduciría en el descontrol en la evolución de los precios) … demasiados costes como para proseguir por el mismo camino.
De hecho, el momento, el ritmo y la forma de la normalización monetaria (o la ausencia de ésta) constituirán la clave más importante del futuro económico global a partir de 2022.
Apuntalada por la financiación (más o menos disimulada, según las exigencias legales) de los Bancos Centrales, la política fiscal ha desplegado recursos con una prodigalidad inusitada, hasta el punto de que, el debate, al menos en Estados Unidos, se ha reorientado hacia si es posible tener demasiado de algo bueno10. El Gráfico 10 permite hacerse una idea de esa generosidad, a la par que se observa la considerable distancia entre el esfuerzo de los países desarrollados (barras anaranjadas) y el del mundo emergente (barras azuladas). Desde luego, no todo ese impulso fiscal ha sido contante y sonante. Como muestran los Gráficos 11 (para grupos de economías) y 12 (para los países individuales del G-20 y España), mientras en el mundo anglosajón o en China sí han predominado los aumentos de gasto o las renuncias a ingresos (dinero que queda, por tanto, en manos del sector privado), en los principales países europeos esas partidas más directas han sido menores que otros tipos de apoyos más condicionados, solo potenciales o pendientes de devolución futura (préstamos, garantías de créditos o entradas en el capital de las empresas).
10- Aunque no es éste el espacio para abordar experiencias nacionales concretas, la respuesta debe ser un “sí” rotundo. Sumar 5.9 billones de dólares (en caso de aprobarse el segundo y el tercero de los planes fiscales propuestos por la Administración Biden), a los 3.1 billones inyectados por la Administración Trump, supondría un estímulo fiscal agregado de más del 45% del PIB estadounidense de 2020, para una economía cuya caída de actividad apenas ha superado el 3% del PIB. El hecho de que entre los 5 billones aprobados hasta el momento no se hayan incluido apenas partidas para cambios estructurales, en especial inversiones en infraestructuras, físicas, medioambientales y tecnológicas, es aún más desafortunado.
Con independencia de que en el futuro pueda constatarse que el primer tipo de ayuda ha tenido un superior impacto (pero también compromete más la recuperación de las cuentas públicas), la efectividad de las políticas fiscales ha sido apreciable. Al considerable esfuerzo en gasto sanitario (alrededor de la octava parte del total de la expansión fiscal, tanto en Occidente como en el resto del mundo, se ha dirigido a este sector), debe añadirse la cobertura desplegada a millones de empresas y autónomos, decenas de millones de empleos por cuenta ajena y a la renta de cientos de millones de las personas más damnificadas por la pandemia. Aunque, desde luego, puede hablarse de retrasos, excesos burocráticos o desviaciones en la adjudicación de las ayudas, el balance general debe estimarse positivo.
Por otra parte, en los países desarrollados la concentración del esfuerzo fiscal en el primer año de la pandemia fue limitada, lo que implica que, con independencia de planes complementarios que aún puedan aprobarse, la mitad del apoyo está por desplegarse en 2021, 2022 y más allá. Con menor margen de actuación por las mayores dificultades de financiación (es cierto que, con carácter general, también habiendo sufrido menos el efecto de la pandemia), el mundo emergente empleó ya el 85% de la expansión fiscal en 2020 (72% para los países en desarrollo). Eso también implica que Occidente ha diseñado (el programa europeo “Next Generation” es el ejemplo más claro) parte de su respuesta a la crisis como fórmula de transformación económica futura, aspecto sobre el que volveremos más tarde.
Lo anterior no es óbice para señalar, como se indica en el Cuadro 1, que estas políticas fiscales tienen también riesgos potenciales no desdeñables. El más evidente, la acumulación acelerada de deuda pública, que no debiera descontarse que vaya a financiarse de manera permanente a los tipos irrealmente bajos actuales… lo que nos lleva de nuevo a los efectos de la normalización (o no) de la política monetaria. El segundo, el sostenimiento de “empresas zombies” (y sus empleos), carentes de viabilidad futura y que subsisten por las ayudas públicas y/o por las garantías de unos créditos que no podrán devolver. El coste de esta supervivencia artificial no son solo las pérdidas futuras para bancos y presupuestos públicos, mayores cuanto más se prolongue la situación, sino que esas empresas están bloqueando el acceso a sus respectivos sectores de proyectos nuevos, probablemente más productivos y transformadores. En este sentido, el hecho de que las quiebras empresariales (según revela el análisis del FMI para una selección de países occidentales) hayan disminuido un 18% entre el estallido de la pandemia y el año posterior, frente a un aumento del 48% tras La Gran Recesión y del 12% para un conjunto de otras crisis significativas, sugiere que la actuación pública ha sido, quizás con lógica de momento, poco selectiva.
Así que, para la política fiscal también hay un reto en el futuro inmediato de muy difícil gestión: cuándo y cómo ir disminuyendo el importe y la extensión de las ayudas a empresas y empleos11.
11-El Fondo Monetario Internacional, en el capítulo 1 de su Global Financial Stability Report de abril (https://www.imf.org/en/Publications/GFSR/Issues/2021/04/06/global-financial-stability-report-april-2021#chapter1 ), trata de establecer algunos patrones para discernir a quién mantener el apoyo y a quién no. Véase en particular la sección B del Anexo online a ese capítulo.
Todas estas actuaciones del sector público se han ido viendo reforzadas por el automático resurgir de la actividad privada, por una parte al suavizarse las restricciones a la misma a raíz del (lento) control de la pandemia, y por otra parte por la creciente adaptación de ese sector privado a otras maneras de producir y consumir, a lo que, claro está, debe añadirse la progresiva aceleración del ritmo de vacunación.
Justamente en la intensidad de la salida de la crisis del consumo privado estriba buena parte del optimismo (y de la creencia generalizada de que las previsiones de crecimiento de la mayor parte de instituciones y gobiernos, al menos en Occidente, pueden quedarse cortas) sobre el rebote tras la pandemia. Porque, como revela el Gráfico 13, la tasa de ahorro acumulada por las familias en el transcurso de 2020 excede, con mucho, la existente en los años anteriores a la COVD-19. Ese exceso de ahorro procede de la confluencia de tres factores: la imposibilidad de gastar en determinadas actividades de servicios, tanto diarias (restauración, ocio nocturno) como esporádicas (viajes); la lógica precaución (o miedo) ante la pandemia y sus posibles consecuencias en términos de empleo y renta futuros; y, por último, las sustanciosas ayudas públicas, que, para parte de los ciudadanos, en especial en Estados Unidos, no sólo han compensado sino excedido sus pérdidas de renta por la crisis.
Una estimación básica de la diferencia entre la tasa de ahorro de 2019 y la del segundo semestre de 2020, permite situar en el entorno de los 1.7 billones de dólares el ahorro excedentario, solo en Estados Unidos y la Eurozona. La movilización de tan solo la mitad de ese excedente significaría la inyección directa (sin contar efectos inducidos posteriores) de un 2.5% del PIB conjunto de esos dos espacios económicos. Por supuesto, podría considerarse un incremento del consumo mayor de ese 50% del ahorro excepcional; y, nótese, en estos cálculos no se han introducido los programas públicos articulados ya en 2021, encabezados por los 1.9 billones de dólares del American Rescue Plan de la Administración Biden, en su mayoría transferencias a las familias. De ahí la perspectiva de parte de los analistas, anticipando tasas de crecimiento mayores de las oficialmente proyectadas en los próximos trimestres.
Señalado lo anterior, conviene introducir algunos elementos de caución. Primero, los avatares de la pandemia, con nuevas oleadas y variantes acechando tras cada esquina, y a pesar de la intensificación del proceso de vacunación, puede contribuir a que ese ahorro adicional permanezca por un tiempo parado. En mayor medida aún lo puede provocar una reducción progresiva, inevitable, del sostenimiento público a los empleos vía esquemas de protección de estos. Segundo, es perfectamente factible que el ahorro se destine no a un incremento del consumo, sino a una reducción de los niveles de deuda de las familias, muy elevados en numerosos países occidentales. Tercero, aunque la evidencia es todavía limitada, es probable que la mayor concentración del ahorro adicional se haya producido en los grupos de mayor renta, que tienen menor propensión al consumo. Finalmente, observando de nuevo el Gráfico 13, se constata que buena parte del excedente de ahorro que se acumuló en los primeros meses de la pandemia fue ya empleada durante la segunda mitad de 2020 (nótese que la tasa de ahorro acumulada en el segundo trimestre de 2020 se había reducido ya sensiblemente a medida que se cerraba el año). La fortaleza del rebote en el tercer trimestre del año, es, al menos en parte, tributaria de esa movilización del ahorro.
En conclusión, aunque probablemente puede esperarse un repunte adicional del consumo, en particular en Estados Unidos, el impacto al alza sobre las ya robustas cifras de crecimiento esperado en 2021 y 2022, será modesto.
3. EL CAMINO FUTURO. ¿UNA PANDEMIA DE CONSECUENCIAS (ECONÓMICAS) POSITIVAS?
La combinación de una recuperación más rápida e intensa de lo previsto, y la contundencia de la respuesta de la mayoría de las autoridades económicas, nacionales e internacionales, que además han procurado delinear programas de actuación que se ocupen no solo de lo urgente, sino también de lo importante (es decir, de reformas y transformaciones estructurales pendientes), han dado paso a un cierto convencimiento de que, frente a toda la devastación generada por la misma, la COVID-19 puede ayudar a encauzar parte de los problemas pendientes a escala global. Sin negar que se han abierto vías esperanzadoras en ese sentido, el autor no puede sino introducir un cierto grado de escepticismo en esa visión general. Veamos algunos ámbitos en los que el debate está abierto.
3.1. Se ha abordado el reto de incrementar la inversión productiva para transformar un modelo de crecimiento agotado e inadecuado. ¿Seguro?
Hace ya tiempo que, al menos en Occidente, el crecimiento económico se ha venido sosteniendo en niveles crecientes de endeudamiento, una vía de dudosa sostenibilidad que, además, ha ofrecido tasas de crecimiento moderadas, en una valoración generosa. Mientras, los avances de la productividad del trabajo han sido mediocres, con niveles de inversión (variable asociada precisamente a mejores resultados de productividad y crecimiento) en descenso década tras década (véase el Gráfico 14). Es más, el déficit inversor, aunque con perfiles distintos según las zonas geográficas, no es privativo de Occidente, por cuanto resulta decepcionante que, con la excepción de Asia emergente, la inversión como porcentaje del PIB se haya situado en el resto de áreas en tasas similares a las de las economías ricas, cuando no por debajo12.
12- En un mundo globalizado, se esperaría que las mayores posibilidades de crecimiento, que se sitúan en los países emergentes y en desarrollo, atrajeran niveles de inversión sustancialmente superiores para aprovechar ese potencial.
Por otra parte, ese crecimiento económico ha sido también atacado por resultar poco respetuoso con la sostenibilidad medioambiental y por haberse producido dejando atrás a colectivos, minoritarios pero integrados por millones de personas que, sobre todo en Occidente y para niveles medios de cualificación, se han visto desplazados por la deslocalización y la robotización de muchas actividades productivas.
A raíz de la pandemia, los programas diseñados con visión más allá de lo inmediato parecen responder a todas esas inquietudes: por un lado, inversión en infraestructuras, digitalización y nuevas tecnologías para recuperar el ritmo de avance de la productividad. Por otro, énfasis en la “transformación verde”, para hacer el crecimiento más sostenible. Adicionalmente, inversión en las personas, en su formación y adaptación a un mundo rápidamente cambiante, para recuperar a quienes quedaron descolgados del proceso globalizador. Son las teclas correctas. Y, al menos según el FMI, se espera con todo ello un repunte de la inversión en los próximos años (Gráfico 14), salvo en Asia emergente (que precisa más bien lo contrario, a riesgo de incurrir en múltiples inversiones improductivas, algo que ya ha acontecido en los últimos años en China) y en Latinoamérica, camino de otra década perdida (más sobre esto en breve).
Pero, al margen del escepticismo que pueda albergarse sobre en qué medida se invertirán los fondos de esos programas de actuación de forma adecuada (no son pocos los países que desaprovecharon oportunidades previas de transformas sus economías en épocas de bonanza en términos de financiación), las dudas se suscitan también sobre si los volúmenes que se manejan son suficientes para tanta ambición. El “Next Generation UE” constituye un paso importante, por novedoso, en la concepción del desarrollo futuro y conjunto de la Unión Europea, pero, la verdad, 750 millardos de euros constituyen alrededor de un 2.5% de la economía europea. Sin continuidad con planes posteriores (al margen de un presupuesto ordinario anual de la UE que no excede el 1% del PIB), no parece suficiente. Los planes fiscales segundo y tercero de la Administración Biden (el centrado en las infraestructuras físicas, tecnológicas y medioambientales, y el dirigido al capital humano y social del país) son mucho más ambiciosos (más de 4 billones de dólares entre ambos), pero se desplegarían en un período de una década y está por ver en qué medida y forma superan el proceso de aprobación parlamentaria. Los programas de gasto japoneses son siempre sustanciosos… y poco productivos, porque no solo se trata de dinero, sino de reformas pendientes paralelas a esos desembolsos, reformas que nunca llegan13. En el resto del mundo, como se ha indicado con anterioridad, los planes anunciados en respuesta a la pandemia (cuando ha habido recursos para ello) han concentrado la inmensa mayoría del gasto en el corto plazo, por lo que no queda mucho para transformaciones ulteriores.
Por tanto, quizás, pese a las buenas intenciones, en este primer aspecto los resultados se queden cortos para las expectativas levantadas.
13- La famosa tercera flecha de la Abenomics que nunca se disparó. El lector interesado puede encontrar un análisis detallado de la economía japonesa durante el mandato de Shinzo Abe a partir de la página 19 del siguiente informe https://www.valenciaport.com/wp-content/uploads/Coyuntura-2020-Tr3.pdf
3.2. La amenaza de la deflación llega a su fin y la inflación permanecerá bajo control. ¿Seguro?
Uno de los grandes éxitos de la gestión macroeconómica a partir de los años ochenta en los países desarrollados, algunos años más tarde en el resto del mundo, fue haber controlado la amenaza inflacionista (véase el Gráfico 15). La labor de los Bancos Centrales, las mejoras tecnológicas y en el transporte y la logística, la presión a la baja sobre costes y precios por la globalización y una demografía favorable han sido, en mayor o menor medida, reconocidos contribuyentes a ese resultado.
Pero, desde la Gran Recesión de 2008-09, más bien el problema en Occidente ha sido evitar sumirse en un proceso deflacionista que lastrase el gasto por la combinación de temor al estancamiento económico, expectativas de menores precios futuros e incapacidad para generar tipos de interés reales lo bastante reducidos como para estimular ese gasto. Así, como muestra el Gráfico 16, y pese a las políticas monetarias extremadamente expansivas arbitradas en la pasada década, las economías desarrolladas han tenido problemas para mantener sus tasas de inflación anuales cercanas al 2-2.5% que se estima más acorde con el concepto de “estabilidad de precios”, cuando no para situarse meramente en territorio positivo.
En este escenario, y en respuesta a la COVID-19, la doble expansión monetaria y fiscal (sin precedentes en su magnitud y coordinación) constituye una garantía de revertir las tendencias deflacionistas recientes, acentuadas en los primeros meses de la pandemia, al verse la demanda mundial más afectada que la oferta en ese período. El compromiso de continuidad de esas medidas hasta dejar bien atrás la crisis, e incluso un cambio esencial en la estrategia de la Reserva Federal de Estados Unidos, que llama a permitir excesos de inflación respecto al objetivo para compensar mediciones anteriores inferiores al mismo14, cambio que podrían seguir otros grandes Bancos Centrales, reafirma esa convicción de que la amenaza deflacionista quedará atrás.
14-Más formalmente, el establecimiento de un “flexible average inflation targeting”. Para una presentación y motivación del cambio, el lector interesado puede consultar la intervención de Richard Clarida, vicegobernador de la Fed, en https://www.bis.org/review/r200831b.pdf .
Sin embargo, existen serias dudas sobre la capacidad de los Bancos Centrales para evitar15, pese a su credibilidad bien merecida, que el problema se desplace al otro extremo, y Occidente se encuentre de nuevo con el viejo enemigo ya olvidado, la inflación. Aunque es cierto que la enorme expansión monetaria, convencional y no convencional, de respuesta a La Gran Recesión nunca despertó a ese fantasma de la inflación, no deben olvidarse al menos dos cambios fundamentales entre 2021 y 2010. Primero, en aquel momento, la contribución fiscal a la expansión fue tímida, cuando la hubo; véase de nuevo el Gráfico 10 para recordar la fuerte expansión fiscal actual. Segundo, gran parte de la inyección monetaria de hace una década nunca llegó al sector no financiero, sometido a restricciones de crédito, ya que sirvió para reparar un sistema financiero (bancario) muy dañado y para hacerlo más seguro (extremado incremento de las provisiones de los bancos para garantizar solvencia y liquidez en cumplimiento de las nuevas exigencias de Basilea-3). En la actualidad, precisamente hacer llegar el dinero a empresas y familias ha constituido una de las voluntades más palpables en las actuaciones públicas, y el sistema bancario ha contribuido eficazmente en este sentido.
De momento, el fuerte incremento de los precios de las materias primas en los últimos meses, en particular de energía y metales (véase el Gráfico 17), indicativo de la fortaleza del crecimiento previsto, o alguno de los datos de inflación más recientes (4.2% interanual en abril en Estados Unidos), empiezan a generar inquietud. Pero el problema no se encuentra en una serie de valores, necesariamente altos, teniendo en cuenta el punto de comparación (precios en descenso en la primavera de 2020 por la paralización de la economía) y que están descontados como deseables por las propias autoridades monetarias. La cuestión es si, por los factores antes señalados, la inflación puede enquistarse, extenderse entre mercados y afectar a las expectativas de los agentes (que realimentarían las subidas de precios) más allá de unos meses.
Y, claro, todo lo anterior sin considerar la posibilidad de un cambio estructural, ligado sobre todo a la evolución demográfica, que provocaría un cambio en los patrones de inflación, que tenderían a elevarse16.
15-Nombre del calibre de los de Lawrence Summers, Olivier Blanchard o Mohamed El-Erian, a priori poco sospechosos de alarmistas en este ámbito, se han significado recientemente, entre otros expertos, por mostrar esas dudas.
16-Léase, en ese sentido, la muy interesante reflexión contenida en Goodhart, C.A. and Pradhan, M. (2020); The Great Demographic Reversal: Ageing Societies, Waning Inequality and an Inflation Revival. Ed. Palgrave Mcmillan.
Sin entrar en este último aspecto, el autor de estas líneas consideraría muy conveniente que los principales Bancos Centrales adelantaran varios trimestres el cambio del tenor de la política monetaria respecto a las fechas actualmente previstas (2023 e incluso 2024). Si a los riesgos ya señalados con anterioridad en la sección 4.2 sumamos la potencial pérdida de control sobre la inflación, los beneficios de mantener la ultraexpansión monetaria empiezan a parecer menores que sus costes.
3.3. El nivel alcanzado por la deuda pública no será un obstáculo. ¿Seguro?
Uno de los contrastes más notables entre los años posteriores a la Gran Recesión y el momento actual es el tránsito de una preocupación extrema por los (sin duda altos) niveles de deuda pública que fueron uno de los legados de aquella crisis y la relativa (o no tan relativa) indiferencia que muestran la mayoría de los responsables políticos y expertos, al menos en Occidente, por los niveles actuales… que son sensiblemente mayores. El Gráfico 18 revela la magnitud de ese aumento, y también la paradójica reducción del coste que, para los países desarrollados, supone la financiación de esa mayor deuda.
Por supuesto, la explicación que subyace a, teniendo más deuda, poder gastar menos parte del presupuesto en remunerar a los tenedores de la misma (incluso con emisiones a tipos negativos a largo plazo para los países centrales en Europa) es el colosal volumen de demanda de deuda pública introducida por los principales Bancos Centrales, ya comentada con anterioridad. Es más, factores como el envejecimiento demográfico, la elevada incertidumbre o el cumplimiento de los requerimientos de Basilea-3 por parte de la banca comercial, suponen focos adicionales de adquisición de deuda pública, en especial a largo plazo. Sumamos todos esos elementos y encontramos un crecimiento de la demanda mayor que el (notable, desde luego) de la oferta, una subida de los precios y, en consonancia, una reducción hasta mínimos históricos de los tipos de interés de la deuda pública.
La visión optimista defiende que, con la correcta inversión de los fondos para la recuperación y las adecuadas reformas estructurales, es posible elevar notablemente el crecimiento económico, y, con ello, amortizar la deuda existente, mientras ésta se va financiando, con un margen de tiempo suficiente concedido por una lenta y muy progresiva normalización monetaria. Incrementos de impuestos muy localizados (actividades intensivas en carbono, grandes multinacionales que pagan muy poco en la actualidad por un hábil arbitraje tributario global, grandes rentas y/o patrimonios) completarían el trabajo.
Deseable, pero nada seguro escenario. Primero, después de todo lo señalado con anterioridad, es posible que el cambio de ciclo de la política monetaria se acelere, introduciendo una brecha, que no será nada fácil de cerrar, entre la actuación de las autoridades monetarias y los deseos de los gobiernos, que deberían recurrir a sensibles aumentos de impuestos y recortes de gastos en ausencia de la muleta monetaria. Segundo, no está garantizado que la inversión de los fondos para la transformación económica tras la pandemia sea suficientemente eficiente, que los volúmenes a ello dedicado sean los necesarios o que los gobiernos no ignoren que, además de invertir, son necesarias reformas.
Finalmente, nótese (Gráfico 18 de nuevo) que lo que está resultando cierto, de momento, para Occidente, no lo es para el resto del mundo. Mientras la primera década del siglo XXI fue testigo de una reducción del coste de la deuda pública, para los países emergentes y en desarrollo, coherente con el menor nivel de la misma, en la segunda década, en especial desde 2015, a medida que asciende el dinero adeudado por los gobiernos no occidentales, se ha más que triplicado el coste de esa deuda en relación al PIB. Claro está, el paraguas monetario cubre mucho menos en el mundo emergente, y casi nada en los países más pobres.
3.4. La convicción general de la necesidad de reducir la desigualdad, internacional e intranacional, ofrecerá pronto resultados. ¿Seguro?
Los costes del aumento de la desigualdad, tanto en términos económicos (disminución del consumo de quienes quedan atrás), sociales (inestabilidad y conflictos) y políticos (ascenso de populismos de toda condición) se han subrayado con una intensidad sin precedentes en los últimos años. Pero conviene diferencias desde el principio entre la evolución internacional de la distribución de la renta y la que tiene lugar dentro de los países.
Comenzando por esta segunda, los procesos de globalización y robotización, sumados a las consecuencias de la Gran Recesión, se han combinado para perjudicar a un colectivo que es minoritario en el contexto mundial, pero que agrupa a millones de personas en Occidente, bloque que resulta ser un pilar de las sociedades occidentales, porque está constituido por una clase media, de cualificación intermedia y ligada a actividades productivas sobre todo manufactureras y de servicios básicos anexos 17.
17-Una notable contribución sobre el doble proceso de globalización y robotización y sus implicaciones, sobre todo en el mercado laboral, es Baldwin, R. (2019); The Globotics Upheaval: Globalization, Robotics and the Future of Work. Ed. Oxford University Press. Para una revisión más extensa de las consecuencias sociales, políticas y económicas, ver Rajan, R. (2019); The Third Pillar: How Markets and the State Leave the Community Behind. Ed. Penguin Press. Ambos (merecidamente) reputados autores ofrecen reflexiones finales más optimistas de lo que se puede deducir de sus metódicas exposiciones en el conjunto de los dos libros.
Como muestra el Gráfico 19, el aumento de la desigualdad intranacional en las pasadas décadas es palpable en la mayoría de los países occidentales y en algunos de los mayores emergentes. Para éstos, se trata más de una acumulación de renta en las capas más favorecidas de la población que de la caída en los grupos de renta media y baja. Es más, el proceso globalizador ha favorecido notablemente a muchos integrantes de estos últimos. De ahí la caída del valor del Índice de Gini18 en la mayor parte de esos países.
Respecto a la distribución de la renta entre países, el Gráfico 20 nos muestra un escenario bastante distinto. En él se recoge el diferencial del crecimiento de la producción real por persona de las áreas emergentes y en desarrollo respecto a las economías desarrolladas. Un signo positivo implica que esa zona en particular19 creció, en términos per cápita (por tanto, generando la denominada convergencia real20), más que Occidente en esa década. Como puede observarse, el inicio del siglo XXI fue especialmente satisfactorio en términos de reducción de las desigualdades internacionales de renta, dado que todo el mundo emergente creció (incluso descontando su mayor dinamismo demográfico) más que el desarrollado. En el resto de las décadas, solo Asia Emergente y, en menor medida y descontando los años noventa (con la transición de las antiguas economías comunistas al capitalismo), Europa Emergente, han revelado una convergencia real continuada. Nótese que más de la mitad de la población mundial se concentra en esas dos áreas, por lo que se ha producido una sensible reducción de las desigualdades internacionales de renta en las últimas décadas.
Lo anterior, sin embargo, es pobre consuelo para aquellas zonas que habían estado alejándose de Occidente a finales del siglo pasado y que, después de un modesto pero esperanzador acercamiento en los primeros años de la presente centuria, han vuelto a perder posiciones (y la previsión del FMI es que lo sigan haciendo) en la pasada década, sufriendo una preocupante divergencia real respecto al mundo desarrollado.
18-El Índice de Gini es, posiblemente, el indicador más habitual de desigualdad (de renta o de riqueza). Los valores extremos, 1 (o 100) y 0 corresponden, respectivamente, a la máxima desigualdad y a la igualdad absoluta. Incrementos en el Índice de Gini implican, por tanto, mayor desigualdad.
19-MENA es el acrónimo para el área de Oriente Medio y Norte de África. Para el desglose de los países en cada zona, puede consultarse el apéndice del World Economic Outlook del FMI (abril 2021, pp.107-108).
20-En términos más coloquiales, los pobres se acercan a los ricos.
El Gráfico 21 utiliza un indicador clásico, la deuda externa, para mostrar el deterioro que esa falta de crecimiento suficiente está ya suponiendo para el mundo emergente y en desarrollo no euroasiático. Aunque la deuda externa global se ha mantenido relativamente estable en las pasadas dos décadas, el incremento de la misma en Latinoamérica o África desde 2011 (hasta máximos de los últimos 25 y 20 años, respectivamente), es alarmante. En paralelo, al confluir el aumento de la deuda y la caída de los ingresos por exportaciones debido a la pandemia, en 2020 el servicio de la deuda externa del mundo no desarrollado ha alcanzado más del 48% del valor de sus exportaciones, un máximo desde al menos 1990.
En definitiva, la necesidad de desarrollar políticas que renueven el dinamismo económico en buena parte del mundo emergente va más allá del suministro de vacunas, siendo este no solo crucial sino urgente. La responsabilidad, claro está, es compartida. No basta con las intenciones (y el dinero) de instituciones internacionales y países desarrollados si no hay gobiernos volcados en una mejor gestión en los propios países, y a la inversa.
Sin duda, la recuperación del precio de las materias primas debe coadyuvar en la mejora de la situación, pero se trata de un tipo de alivio provisional, especialmente si los fondos obtenidos no se invierten en las necesarios reformas y transformaciones de esos países. Confiar en que el proceso globalizador llevará desde Asia y Europa emergentes al resto del mundo no desarrollado la misma expansión de la inversión, la producción y el empleo que se ha producido en las últimas décadas en las dos áreas referidas es pecar de un optimismo exagerado. Primero, porque Asia y Europa emergentes no han agotado su potencial; segundo, porque, al menos en ciertos ámbitos (Ciencias de la Vida, sectores estratégicos) la orientación de los procesos productivos es más hacia su fortalecimiento en Occidente que a una extensión de las cadenas globales de valor; y tercero, porque los parámetros institucionales y de capital humano, físico (incluyendo infraestructuras) y tecnológico en otras zonas geográficas no igualan a las de las dos más beneficiadas por la globalización. Finalmente, los cambios que se están negociando, bajo la dirección de la OCDE, en la tributación internacional de las grandes empresas, más allá de debates sobre tipos mínimos o compañías afectadas, no parece que, aunque puedan aumentar los ingresos de las haciendas públicas en términos generales, vayan a suponer un ingreso apreciable adicional precisamente para los países menos desarrollados.
4. REFLEXIONES FINALES
Las consecuencias económicas de la COVID-19, aunque nunca comparables a la pérdida de vidas humanas (3.420.000 fallecidos al escribir estas líneas), han sido devastadoras (alrededor de nueve billones de dólares en términos de paridad de poder adquisitivo), ante la falta de preparación de la mayor parte de los países en múltiples ámbitos. Aquellos que, por experiencias previas (sur y este de Asia), estaban más preparados, han padecido menos en ambas dimensiones.
Pese a lo anterior, la rápida adaptación de parte de los sectores y los agentes económicos, el excepcional trabajo científico que ha adelantado la disponibilidad e inoculación de las vacunas frente al virus, y la actuación de las políticas macroeconómicas, con sus defectos y sus descoordinaciones, pero de una magnitud y amplitud de objetivos inéditas, han conseguido que el rebote de la economía mundial haya sido más rápido e intenso de lo previsto hace solo unos meses. Eso sí, quienes han dispuesto de mayores recursos para impulsar las tres vías mencionadas (adaptación, vacunación y estímulos), son quienes han experimentado un mayor salto en las expectativas, no solo en el corto sino en el medio plazo.
Claro está, mientras los avances científicos y la flexibilidad de los procesos productivos y logísticos en respuesta a la pandemia son elementos tan útiles en el presente como en el futuro, el masivo despliegue de medidas monetarias y fiscales puede tener graves efectos contraproducentes si no se modulan con cuidado: desde la zombificación de las economías al retorno de la inflación, desde las distorsiones en los mercados financieros a la difícil gestión de una deuda pública en niveles excepcionalmente altos, los retos derivados de la respuesta a la crisis se acumulan.
En el mismo sentido, es cierto que la reflexión global a la que ha obligado la crisis ha puesto sobre la mesa problemas estructurales que no han tenido hasta ahora suficiente respuesta, desde la insuficiencia de la inversión productiva y el estancamiento de la productividad a un modelo de crecimiento que ha sido insuficientemente sostenible e inclusivo, pasando por patrones de distribución de la renta preocupantes en lo económico y en lo sociopolítico. Por desgracia, entre la visualización de los problemas y el despliegue de programas efectivos para resolverlos existe un notable trecho.
En definitiva, casi año y medio después del inicio del caos provocado por el virus SARS-CoV-2, la situación presente es mejor de lo que se esperaba en las primeras fases de la crisis, y potencialmente cabe esperar más avances favorables en los próximos meses, con la extensión del proceso de vacunación y el regreso a la actividad normal (relativamente) de los sectores (servicios de proximidad) más damnificados por la crisis. La evolución a partir de 2022 apunta, por el contrario, a una travesía por aguas procelosas.