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Raimunda

Caminaba el lunes pasado ensimismado por Marqués del Duero esquina Recoletos cuando trinó el móvil con inusual estridencia.

  • Última actualización
    24 octubre 2018 00:00

Eché mano al bolsillo, desbloqueé el aparato y observé con extrañeza que no había whatsapps de padres preguntando por el grosor y el pantone rosa palo del fieltro que debe recubrir las calzas del disfraz de enanito para la fiesta del otoño de 2ºC; ni SMS de Vodafone informando del pack Liga más Champions más todos los partidos de Vinicius con el Castilla, más la primera mexicana con cámara fija 360º enfocando la jeta congestionada de Maradona durante los partidos de los Dorados de Sinaloa; ni menciones en Twitter de mis soporíferas columnas, ni recomendaciones de Toni Cantó retuiteando en bucle el “eso es poco chiqui” de la ministra Montero; nada de nuevos gurús del cambio motivacional y la inteligencia emocional predicando en Linkedin por la vía de contactar; nada de selfies con paellas en Facebook; nada de paellas con selfies en Instagram. Nada.

La barra superior de la pantalla lucía limpia, virginal. “¿Por qué suenas?”, mascullé contrariado, hasta que reparé en un diminuto y desafiante icono con forma de radar.

Pulsé sobre él con el mismo afán con el que una madre le arranca con la uña la legaña a su hijo repeinado cuando va a salir de casa; con la misma ansia con la que el cura frota la última miga en la patena; con la misma saña con que el bibliotecario chista si algún estudiante resopla de más. Y, lejos de fundirse o de licuefactarse o de volatilizarse para devolver el aparato a la ansiada paz natural, del icono saltó una pantalla chillona y voraz: “Nueva red Wifi disponible”. Y, sin solución de continuidad, avanzó desde la derecha un cajetín de fondo crema, tímido, sugerente, espectral, que se adueñó de la pantalla y en el que se leía: “RAIMUNDA 4.0”.

“No puede ser...”, dije, mientras mis ojos trepaban por la verja que se alzaba a mi derecha para, entre el forro de chamizo, divisar la Casa de Muñecas y la trasera del Palacio donde, según la leyenda, el hijo y la hija del marqués de Linares concibieron sin saber de su parentesco a la pequeña Raimunda, esa niña que, para ocultar el escándalo del incesto, se dice que fue ahogada y emparedada en los salones del Palacio para, en las noches, seguir vagando errante mientras grita con desgarro: “¡Mamá!”.

Un aplauso para el “travieso” responsable de redes de lo que es hoy la Casa de América. No podría haber mejor forma que la elegida para mantener vivo el fantasma de Raimunda.

Es curiosa la paradoja de los fantasmas: nada hay más inmaterial y que, a la vez, tenga tanto peso y fuerza; nada hay más irreal y que, a su vez, tenga tanta capacidad de determinar la realidad. Al fin y al cabo, los fantasmas son la mecha del miedo, uno de los grandes motores del ser humano.

En el sector logístico, el fantasma del paro nacional ha comenzado a arrastrar sus cadenas por las carreteras de España, tras un letargo que duraba desde la cacicada del céntimo sanitario.

La psicofonía comienza a ser ensordecedora y el sector del transporte de mercancías por carretera pide socorro porque sus grandes males permanecen por los siglos de los siglos emparedados en ese limbo de no resolverse jamás.

Víctimas de la condena eterna y del lacerante olvido, se retroalimentan incestuosos mientras como una pesadilla se  está desatando la tormenta que siempre desnuda sus vergüenzas: el precio del gasóleo.

No ha funcionado el diálogo con los cargadores. No ha funcionado la paciencia con Fomento.

Veremos a ver si ahora, al menos, funciona el miedo.