Esta columna de opinión sufre hoy, más que nunca, el síndrome del 7 de diciembre. Esa sensación de estar en el medio, de pasar necesaria e irremediablemente desapercibida, de ser un escalón de paso o, lo que es peor, un peldaño que se puede saltar con facilidad máxima.
Y es que en nuestro país seguimos teniendo un calendario de festividades que parece haber creado un enemigo íntimo de la eficiencia empresarial. Ya sé que heredamos una tradición y que debemos ser muy respetuosos, pero también sé que el mundo evoluciona y que no podemos quedarnos anclados en el pasado, sobre todo cuando sabemos bien que salimos perjudicados simplemente por contraste con otras economías, igualmente avanzadas, pero más eficientes.
Como bien habrán podido comprobar a poco que miren a su alrededor, esta semana está presidida en España por la laxitud y la doble velocidad. Ya sé que me dirán que las personas necesitan este tipo de semanas, un poco más ligeras, para compensar los “excesos” que pueden cometer a lo largo del año, y puede que tenga su sentido, pero no es menos cierto que estos parones también generan un exceso de trabajo en otras jornadas para poder absorber lo que dejará de hacerse en los festivos.
Sinceramente, puesto que mover las festividades religiosas tiene una complejidad que va más allá de lo estrictamente formal, mi propuesta pasaría por tratar de mover las otras. Me explico. Debemos celebrar y conmemorar el Día de la Constitución, por supuesto, pero sinceramente me da exactamente igual si lo hacemos el día 6 o lo hacemos el 7 o el 11; hablamos de acumular festivos y esquivar puentes, en definitiva.
Como este debate ya es viejo, hay quien asegura que el mercado se distorsiona igualmente ante la perspectiva de cuatro días festivos seguidos, puede ser. Pero hay que valorar qué conviene más: café para todos (todos igual los mismos días) o todos tomando café (uno dos días, el otro tres y el cuatro otro más).