Decía ayer Aurelio Martínez en las páginas de este Diario que hablar de la ZAL del Puerto de Valencia le produce “hastío, aburrimiento y sensación de que estamos ante otra historia interminable típicamente valenciana”. No puedo estar más de acuerdo.
Y no es para menos. El mismo Aurelio recuerda con tristeza cuando tiene ocasión que él mismo fue uno de los impulsores de la ZAL cuando fue conseller de Economía y Hacienda en el gobierno socialista de Joan Lerma, y siempre que lo oigo recuerdo que nosotros cubrimos aquella firma de la constitución de la ZAL en 1994 (entre Rita Barberá, Joan Lerma y Fernando Huet), cuando Diario del Puerto era una criatura de pocos meses.
Ahora que echamos la vista atrás con motivo de nuestro trigésimo aniversario, además de las múltiples imágenes que nos vienen a la memoria, también recordamos asuntos que nos han acompañado a la largo de nuestra historia, como es el caso de la ZAL valenciana.
Casualidades. En noviembre de 2018, cuando estábamos en plena vorágine de la organización de nuestro 25º aniversario, publicamos un titular que decía “Luz verde a la ZAL del Puerto de Valencia”. Pues eso, casualidades. O no.
Entiendo el hastío de Aurelio, pero no sé si soy capaz de expresar con palabras la sensación que me produje haber escrito casi una cincuentena de titulares (posiblemente muchos más) hablando de “bloqueo, luz al final del túnel, esperanza, desbloqueo, luz verde, empujón, frenazo, paralización, traba, enredo, retraso, judicialización, sentencia favorable, recurso, anulación, estudio, plan especial, el año de...”. En fin, hasta los pies estamos.
Me parece que sería ya insultante volver a repetir aquí por qué una ZAL tiene un valor concreto y demostrable, más todavía cuando tengo la certeza de que quienes nos leen y nos releen están tan hasta el gorro como nosotros mismos, así que sólo me limitaré a recordar que aunque una gran parte de la clase política vive tranquila en sus desfases sin tener que dar explicaciones de los errores de sus decisiones, el resto nos vemos obligados a tragar y a gritar con la certeza de que nos vamos a comer nuestras palabras.