Cientos de empresarios del transporte por carretera se dieron cita la semana pasada en Valencia en el marco del 8º Congreso de ATFRIE. Dos días de debate y trabajo para concluir, entre otras muchas cosas, que el sector no atraviesa su mejor momento. Desde la crisis de 2008, la carretera no ha hecho sino transitar su propia travesía en el desierto, buscando una especie de tierra prometida que no acaba de encontrar. En todos estos años, ha padecido la desaparición de miles de empresas en lo peor de la crisis financiera, ha tenido que lidiar con el aumento disparatado de sus costes, ha tenido que adaptarse a una demanda de trabajo irregular y errática, ha tenido que enfrentarse con la Administración y empresas cargadoras... Convendremos, pues, que la carretera no lo ha tenido fácil en todos estos años, una situación que, no lo olvidemos, también es consecuencia de la actitud que ha tenido el propio sector ante situaciones en las que no ha sabido, no ha querido o no le han dejado imponerse.
Para los profesionales reunidos la semana pasada en Valencia, uno de sus principales problemas es la “desbordante normativa que constriñe nuestra actividad diaria”, tal y como me reconocía un importante empresario. No pude evitar pensar que, aunque tenía razón, no es menos cierto que hay parte de esa “normativa” que les ha permitido mejorar sus condiciones de trabajo. Desde siempre, los empresarios del transporte han mantenido una relación de amor-odio con las leyes que les afectan de forma directa, porque si bien es cierto que en muchas ocasiones no les deja realizar su trabajo de una manera eficiente -restricciones de la circulación, excesiva rigidez en la gestión de los tiempos de trabajo, o las barreras de acceso a la actividad por parte de nuevos profesionales, por poner sólo tres ejemplos-, también lo es que gracias a ese marco legal se han ido logrando mejoras a lo largo de los años. Es ese marco legal del que tanto desconfían los transportistas el que exime a los conductores de realizar la carga y descarga de la mercancía -aunque es cierto que no en todos los supuestos-, el que insta a los clientes a reducir los tiempos de pago por los servicios que prestan, o el que les habilita para poder repercutir sus crecientes costes a la hora de facturar sus viajes.