Buster Keaton revolucionó el séptimo arte. En estos días en los que se cumplen 130 años de su nacimiento, es pertinente recordar que rodaba sus míticas escenas sin la ayuda de ningún doble, lo que le llevó a padecer varios sustos durante su vida profesional. Aplastamientos, ahogamientos, rotura de huesos o pérdida de consciencia fueron consecuencias de llevar al límite sus rodajes en multitud de ocasiones. Otro nombre ilustre del humor cinematográfico, Mel Brooks, llegó a decir de Keaton que “o no tenía miedo o estaba loco”.
No querría yo enmendar al gran Mel Brooks, pero creo que no tener miedo y estar loco no son excluyentes. El miedo es lo que ha mantenido al ser humano vivo en infinidad de ocasiones peligrosas, es el miedo lo que lleva a muchos niños a pensárselo dos veces a hacer algo peligroso, el miedo es lo que nos hace recapacitar en situaciones en las que, en un primer momento, no hemos advertido las consecuencias. En el lado contrario, es el miedo a ciertas consecuencias lo que nos hace actuar de una manera y no de otra. Actuar sin miedo y sin sopesar las consecuencias de nuestros actos puede tener un claro perjuicio para los demás.
Estar en una posición clara de dominio puede llevar a un líder a actuar sin miedo y sin medir las consecuencias -al menos no todas- de lo que puede desencadenar sus decisiones. En su segundo mandato como presidente de Estados Unidos, Donald Trump ha decidido actuar sin miedo a nada y enmendando todas y cada una de las reglas que han regido el comercio global, entendido hasta el momento como una relación wi-win. Es decir, una relación en la que todo el mundo que intervenía ganaba algo, y generaba importantes ventajas, como el crecimiento económico, la creación de empleo, el acceso a más productos y servicios, la especialización y eficiencia productiva, la competitividad y la innovación como consecuencia de la expansión de los mercados, y la mejora de la gestión financiera y el flujo de caja de las empresas.