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Son matemáticas

  • Última actualización
    02 mayo 2024 05:20

“Yo lo que digo es que nada parece lo que es y nada es lo que parece”. Esta forma imbécil de no decir nada es la respuesta que un profesor de mi juventud, a la sazón un imbécil, me profirió cuando le dije que me parecía que se había confundido al sumar la puntuación de un ruinoso examen de matemáticas.

El susodicho personaje, por llamarlo de alguna manera, me dijo que solo sumaría aquel punto si le argumentaba con claridad los motivos por los que debía hacerlo. Impulsado por la imprudencia de la edad le dije que si no lo hacía no merecía ser el profesor de matemáticas porque “cinco respuestas acertadas, a un punto cada una, daban un total de cinco puntos” y no cuatro como erróneamente había sumado el ínclito gañán.

He de reconocer que lo peor de todo fue el soniquete del “Un, dos, tres...”, aunque les puedo asegurar que la tontería no fue buscada, me salió de forma natural. Obviamente, me disculpé en milésimas de segundo.

No pretendía ir de gracioso y ni mucho menos llamar la atención (nunca han sido mis fuertes), aunque aquello resonó en la cabeza de aquel señor como si fuera la gran ofensa de su vida. Nunca antes había escuchado un insulto semejante y juró ante sus dioses, y ante mis compañeros destronchados de risa, que eso no iba a acabar así. “¡Faltaría más! ¡En cuanto acabe la clase tú y yo vamos a ir a ver al director! ¡De esta no te vas a librar!”

Y yo, hundido en la miseria por la nota del examen, la perspectiva atronadora de la bronca en mi casa y por un protagonismo que ni había buscado ni quería, me fui haciendo pequeño en aquel pupitre que no ayudaba demasiado a mantener la dignidad.

Lo peor de todo fue el soniquete

El lanzamiento de aquel guante resultó ser un boomerang para aquel garrulo barriobajero. Al acabar la clase enfilamos rápidamente los pasillos y cruzamos el patio en dirección al despacho del director. Yo no tenía la cabeza para muchas historias y solo pensaba en el daño que me estaba haciendo ese hombre que me agarraba del brazo con fuerza.

El director era un hombre afable y bonachón, pero aplicaba una gravedad a su tono de voz que hacía temblar los cimientos de aquella vieja escuela. “¿Qué ha pasado?” -preguntó-. Ni siquiera pude decir una a, el profesor de matemáticas explicó todo lo acontecido tal cual había pasado, quizás exagerando al simular mi tono de voz, pero con un relato muy fiel a la realidad.

Al concluir el director dijo que me podía ir, era libre. Salí de allí con incertidumbre máxima y un sofoco que no pudo aplacar el apoyo de los cuarenta y pico compañeros de clase que nos habían escoltado en aquel infinito “corredor de la muerte” hasta el despacho.

En la siguiente clase de matemáticas el profesor comenzó su charla diciendo algo así: “Como dije la otra clase, nada parece lo que es y nada es lo que parece. Sr. Vitoria, tiene usted un 5 en el examen... matemáticas, son matemáticas”. Bajo la atronadora ovación de mis compañeros me quedé inevitablemente pensado en la conversación que aquel hombre debía haber tenido con el director y llegué a la conclusión de que solo la lógica aplastante de las matemáticas había conseguido ese resultado.

Desde entonces tengo una fe ciega en las matemáticas, por supuesto, y dudo siempre de los que entonan con vehemencia frases que no dicen absolutamente nada.

La necesidad de tener o no tener un puerto y desarrollarlo, de contar con zonas de actividades logísticas adecuadas, de tejer una red de infraestructuras viarias y ferroviarias, de trenzar conexiones multimodales en todo el país y favorecer el desarrollo económico y social... es una cuestión de matemáticas, nada más. Lo demás, parece lo que no es y es lo que no parece.