Debo confesar que el pasado lunes llegué a trabajar con cierta angustia. Las noticias locales de poco antes de las 8 de la mañana alertaban de un terremoto de 5,5 grados de magnitud en la escala Richter con epicentro frente a la costa de Almería, que se dejó sentir en municipios de las provincias andaluzas de Almería, Granada, Málaga y Jaén, así como en Murcia, Alicante y Albacete.
No fue el terremoto lo que provocó mi desasosiego, sino el comentario que, justo a continuación, apostilló el locutor. Y es que debido a la ubicación del epicentro en el mar y la alta actividad sísmica de la región, situada en la frontera entre las placas tectónicas africana y euroasiática, el Instituto Geográfico Nacional activó temporalmente una alerta por posible maremoto en varias provincias costeras. En particular, se emitió una alerta por “fuerte” maremoto en Alicante y alertas por maremoto moderado en Valencia y Castellón, además de otras provincias como Melilla, Almería, Murcia, Granada, Málaga, Cádiz, Islas Baleares, Tarragona, Barcelona y Girona.
Hace un tiempo, quizás unos meses atrás, no hubiera dado la más mínima importancia al suceso, pero tras los episodios catastróficos de los últimos meses y su estrecha relación con la información (o desinformación) a la población, no tardé en componer en mi cabeza un caos que empezaba en la riba de todas esas ciudades portuarias y acababa allá donde la imaginación de cada uno pudiera alcanzar.
Afortunadamente, la alerta se desactivó a los pocos minutos y la mayor parte de la población ni siquiera tuvo conocimiento del suceso hasta pasadas unas horas. No obstante, y puesto que yo ya estaba en “modo maremoto”, me preocupé por comprobar si en nuestro país contamos con algún tipo de protocolo que nos diga qué debemos hacer en estos casos, más todavía si nuestra actividad profesional de desarrolla en pleno frente costero y portuario.