La partida de “Hotel” que jugaron hace unos días Donald Trump y Xi Jinping acabó en tablas. Los dos mandatarios lograron repartirse las propiedades del tablero. Ese empate permitió a la economía mundial respirar aliviada, a pesar de que el acuerdo que alcanzaron los presidentes de Estados Unidos y China anduviera muy escaso de contenido. La buena noticia es que el comercio mundial gozará, al menos por el momento, de cierta tranquilidad.
De la cumbre celebrada en Corea del Sur hace unas semanas quedan varias conclusiones. La primera es que el poderío de China es un hecho, por mucho que le pese al presidente de Estados Unidos. El gigante asiático lidera la producción y refino de materiales extraídos de las tierras raras, materias primas esenciales para sectores industriales tan importantes como la producción de automóviles, las pantallas de todos los dispositivos electrónicos que utilizamos en nuestro día a día o la fabricación de armamento, en auge en un momento tan inestable geopolíticamente hablando. Por primera vez en décadas, Estados Unidos debe aceptar que otro jugador igual de poderoso -y con mucho más potencial- está presente en el tablero.
Pero hay más. Gracias a sus inversiones, diplomacia y desarrollo tecnológico -sí, ese desarrollo del que tanto hablamos en Occidente y que China se ha encargado de potenciar en segundo plano sin que nos diésemos cuenta-, Xi Jinping ha logrado tejer una compleja madeja de alianzas no sólo con sus aliados de siempre, sino con otros nuevos como la India. Además, China ha decidido potenciar su rol como líder mundial ante la estrategia de Trump de asegurar día sí y día también que el orden global que conocíamos hasta ahora ya no sirve. El hecho de que China haya dejado de lado su posición como país en desarrollo en el seno de la Organización Mundial del Comercio para asumir un papel más protagónico es toda una declaración de intenciones.